David Darriba Pérez
Un hombre atrapado en un gigantesco tazón
Jaime sacudió los mofletes a la vez que sus labios bailaron por un estruendoso resoplido. Sus bigotes se alborotaron. Se levantó de la cama e hizo una visita al retrete. Un improductivo bostezo creó ese pequeño chasquido en los oídos, que siendo molesto al comienzo, después se agradece. Bajó la tapa, tiró de la cadena y al regresar a la cama continuó dando vueltas a cada instante, ahuecando la almohada, pasando uno de sus brazos por debajo de ella y el otro posado sobre los ojos. No, no había forma y además tenía el problema de que se le dormían las extremidades con facilidad. Aquel dichoso insomnio, una noche más, se había instalado en su vida de tal forma, que pronto acabaría con él de no encontrar un remedio.
Desistió de su deseo por quedar dormido y volvió a levantarse. Dirigiéndose al salón, agarró con desgana el primer libro que asomaba de la librería. En algunas ocasiones conseguía que, al menos, le bailasen las letras hasta que el libro se escurriera de sus manos como una culebrilla. Pero ahora dio con una obra extraña que le despertó la curiosidad desconociendo cómo diablos había ido a parar a su estantería. Su título, "Un hombre atrapado en un gigantesco tazón". Edición, mil ochocientos noventa y siete. Era imposible, aquel libro ni lo había comprado ni se lo había regalado nadie. Y se volvió a preguntar qué hacía allí. Sea como fuere, comenzó a leer:
«Jeremy estaba perdido. Le costaba tremendamente avanzar entre aquella ventisca acompañada de nieve y, para colmo, las provisiones escaseaban. Subió por un terraplén. Miró desde lo alto sin ver un lugar donde refugiarse. Sólo una extensa blancura que hería sus ojos y le dificultaba ver a poco más de dos palmos, se abría implacable. No tenía más remedio que seguir caminando. De no hacerlo sería entregarse a una muerte segura. Una vez concluida la tormenta, tal vez recuperase la fe para orientarse de nuevo.
»Cogió aire para proseguir. El viento que venía de frente le dificultaba respirar. Aquello cada vez se ponía más complicado y dando un paso en falso cayó en un inmenso agujero. Al menos tuvo la fortuna de no sufrir daño al deslizarse por una pared curva y completamente lisa. El pánico que mostraban sus ojos era estremecedor. No había salida. Intentó subir por las paredes, pero se resbalaba a cada ocasión que lo intentaba».
Jaime tuvo que cerrar el libro un instante. Fue a la cocina para regresar con un vaso de agua. Miró la hora. Las tres y cuarto de la madrugada. Si pretendía quedar dormido con ese libro, no lo conseguiría. A pesar de esto, no pudo contenerse. Mesó sus cabellos alborotados y prosiguió con la lectura. Estaba equivocado. Durmió y soñó lo que prosigue:
«Así estuvo dos horas. Y aunque ahí dentro estaba resguardado del viento, de poco le serviría una vez se acabara la comida. Ahora se trataba de prolongar la agonía porque el instinto de supervivencia le obligaba a ello. La nieve cada vez era más persistente, hasta el punto que aquel hoyo empezaba a llenarse de forma preocupante. Podría ser su tumba o su salvación. Pensó que si era capaz de prensar aquella nieve con sus pies, no quedaría enterrado y, en cuanto estuviera cerca del nivel de la superficie, conseguiría salir. Sabía que era un esfuerzo sobrehumano, pero no le quedaba otro remedio. Al principio todo parecía ir bien. Después, tras un enorme cansancio, sus pies comenzaron a hundirse. En cuanto dio con una técnica menos fatigosa, recuperando el terreno perdido... paró de nevar. Cogió carrerilla; saltó; no obtuvo ningún fruto, gritó y... en aquel momento emergió aquel hoyo al igual que un ave que emprende el vuelo. Curiosamente, se volteó saliendo despedido a tierra firme. Jeremy pudo ser espectador de cómo el hoyo era un enorme tazón al que un deforme gigante se le había escurrido de sus manazas. Se mantuvo lo más quieto posible hasta que el gigantesco ser se alejó entre la yerma blancura».
Jaime despertó sobresaltado. Recogió el libro del suelo y lo abrió nerviosamente por la última página. Leyó el último párrafo: «Se mantuvo lo más quieto posible hasta que el gigantesco ser se alejó entre la yerma blancura». Las cinco y media. El despertador sonaría a las siete de la mañana. Definitivamente, su buena fortuna con el rato de sueño disfrutado, había concluido.