David Darriba Pérez
La conversación
—Pues ya me dirá usted cómo se conserva así de bien tras cuatrocientos sesenta y siete años.
—Cuatrocientos sesenta y siete años… Parece que fue ayer. Pues verá, creo que el secreto está en la buena materia prima con la que me llenaba el buche en mi niñez y juventud. Por aquel entonces contaría con cien años… Hasta los cien años es primordial la alimentación; en la base de ésta radica el éxito de una vida duradera. Ahora sólo se comen esas cosas redondas y aplastadas, metidas en un pan inflado a colesterol. Y no tendrían nada de malo de no ser porque la carne debe estar tan procesada, que seguramente jamás haya estado viva. Basura… Cierto es que en mi época la comida llegaba en un estado lamentable, casi podrida, pero que aun así, le daba mil vueltas a la bazofia de hoy día que tarda tres veces más en descomponerse. Por algo será… A mí ya me da lo mismo. ¿Cuánto puedo durar? ¿Cien, ciento cincuenta años más a lo sumo? El recorrido de mi vida llega irremisiblemente a su final. Los que me dan pena son ustedes, los jóvenes, que a lo peor la palman antes que yo. En mi época, quien la cascaba, era por un arcabuzazo, el noble acero o, para qué negarlo, a causa de alguna de las enfermedades mortíferas que abundaban entonces. Y esa es otra: ahora se pegan un pequeño tajo con el cuchillo patatero y corren lloriqueando a por una tirita al botiquín. Una guerra de Flandes tendrían que haber pasado para que se les quitase la tontería.
—Hombre, permítame que le diga que el mundo cambia y, con él, nosotros.
—Dejémoslo en que somos nosotros los que cambiamos el mundo. Y todos lo hemos hecho a lo largo de la historia. La diferencia es que ahora, para estar en la comodidad, prescinden de la esencia que este planeta nos ofrece. Nos llaman bárbaros cuando no hay mayor barbaridad que sembrar la tierra de acero y hormigón antes que de buenas hortalizas libres de pesticidas.
—Si a mí el ecologismo me parece bien…
—¿Qué ecologismo ni qué ocho cuartos? Mire, acompáñeme a la ventana… ¿Ve el metro? Pues ahí estaba mi casa; una casa de labranza en la cual pasé mis años más felices. Casi todo lo que se abría a su alrededor era campo: las gallinas iban de aquí para allá perseguidas por los gallos; los borricos rebuznaban enseñando sus dientes planos cuando mis padres le ponían más carga de lo habitual y, las vacas, siempre con la paja bien agarrada al pelaje, daban la mejor leche de todo el lugar… Y allá, en la otra punta, donde se levanta ese rascacielos, cruzaba las huertas un enorme arroyo que sepultaron a mediados del pasado siglo. Ahora todos se quejan por la falta de agua. Todo ha cambiado tanto…
—Pero no llore usted, hombre, que soy muy sentido y como nos pongamos los dos mano a mano…
—¿Qué voy a llorar yo? Es esta dichosa conjuntivitis. Con la edad se me resecan los ojos y cuando ya no pueden más, estallan en lágrimas. Si lloro, no lo niego. En mi época lo hacía el guerrero más aguerrido y eso no le quitaba virilidad. Más bien, al contrario, le dotaba de esa piedad perdida hoy y que, si tenía que concederla en el campo de batalla, la concedía noblemente. Vale, no voy a negar que también había mucho cobarde y traidor por ahí suelto…, pero créame, que al menos, en la mayoría de los casos, limpiábamos nuestro honor cara a cara.
—A mí, sinceramente, eso del honor… Prefiero seguir vivo. Siempre pensé que cualquier época pasada fue mejor, pero con probabilidad, porque he idealizado el pasado.
—Tal vez, leñe, pero sólo tal vez, tengamos que aprender unas épocas de las otras… Ahora, si me dispensa, tengo que dar de comer a las gallinas. Están hambrientas y con tanto cacareo me van a terminar subiendo los vecinos.