David Darriba Pérez
Tántalo saliendo de la cascada
Tiresias tenía sus ojos clavados en el televisor. A los pocos minutos lo apagó. Era ciego y aquello que escuchaba al hacer el correspondiente zapeo no pasaba de la prensa rosa y los reality shows que, al fin y al cabo, para él, eran primos hermanos. Levantándose con la ayuda del cayado se dirigió a la cocina. Se sirvió un vaso de agua y la transparencia de ésta aumentada por el cristal, como si la pudiera advertir, le provocó una de sus visiones:
«Un águila planeaba sobre unos peñascos en los que rebotaban sus chillidos. Igual que una película, en otra escena, una mujer encogida a los pies de una casa, lloraba entre espasmos histéricos».
Tiresias salió del trance y bebió el agua de un trago.
—Ya estamos liados —se dijo a sí mismo—. Tengo ganas de jubilarme. Tanto adivinar es cansadísimo. También diré que es gratificante haber sido uno de los más destacados adivinos de mi época. ¡Mejor que el peludo del Calcas ése, dónde va a parar! Hasta mi nietecito Mopso era mejor que él. Así le dio el patatús que le dio, por la envidia, y se fue para el otro barrio a criar malvas. Qué suerte tuvo el condenado… No digo que no me guste la larga vida que me ha concedido Zeus, pero tantos milenios a cuestas llegan a ser soporíferos. Y bien que todo el mundo se tragó mi propia muerte que yo mismo anuncié. O dices alguna mentirijilla como ésta de vez en cuando, o no te dejan ni a sol ni a sombra.
En ese instante, Tiresias se agarró fuertemente la cabeza; una gran sacudida la cruzó de oído a oído y vino lo siguiente:
«La mujer sujetaba algo enrollado a un manto. Miró desconcertada a su alrededor, fijándose especialmente en la cascada que caía sin control. No había nadie y llegó a tranquilizarse. Únicamente cuando se aseguró de esto, tuvo la valentía de descubrir parte de lo que había en el interior del manto. La sonrisa de un bebé horroroso con unos mofletes que se descolgaban de su cara, hizo que la mujer, al menos, esbozase un gesto parecido al del pequeño. Entonces se metió en la casa».
Aquellas imágenes se disiparon y con ellas la negrura retornó a Tiresias.
—¿Qué narices significará todo esto? —se preguntó—. Nunca había tenido una visión por entregas y, la verdad, está comenzando a intrigarme.
Las tripas le crujían debido al hambre, abrió la nevera y comiendo lo primero que palpó con las manos, lo escupió de inmediato debido a un golpe electrizante que salió justo de entre los dos hemisferios. Aferró con decisión su cayado, viendo claramente la continuación de aquella historia:
«Cerró la puerta con llave mientras recogía lo imprescindible para salir cuanto antes de ahí. Afuera el aire comenzó a soplar con fuerza en el momento que de la cascada salía Tántalo, el dios, casi desnudo, descomunal, marcando con un rastro de agua el camino. Una ventana no es buen sitio para dejar a un niño, especialmente, si huyes de una deidad que se le dio por cocinar a su propio hijo. El cristal no fue impedimento para llevárselo consigo de regreso a la cascada. La madre rompió nuevamente a llorar, gritó, suplicó, se ofreció en lugar de su hijo sin ser atendida y, finalmente, sólo pudo observar cómo desaparecían a través del agua. Esta vez Tántalo no se entretuvo en receta alguna. Simplemente, lo devoró sin piedad y sin miramientos, a la vez que se reía de su padre Zeus por todo aquel tiempo de castigo».
Lo que pudiera hacer Tiresias, ahora quedaba en las manos de los otros dioses.