Mientras paseas por la Ribeira Sacra en las diferentes rutas con cascadas, pasarelas y terrazas inolvidables, no dejas de contemplar los diferentes matices, los verdes, amarillos, los rojos, anaranjados, los ocres o mostazas entre las múltiples tonalidades de los viñedos y demás vegetación (lavandas, madroños…) que te relajan y te atrapan de tal manera que deseas diluirte dentro del paisaje, en el sentido más espiritual de la palabra.
Las terrazas, en las que los agricultores se adaptaron a las duras pendientes construyendo los llamados socalcos (muros de piedra) para conservar el calor del sol, sostener las raíces, evitar la erosión y el desplazamiento de los materiales, forman unas hermosas estampas en cualquier época del año, pero ahora en otoño lucen en todo su esplendor.
Caminar por un mar de olivos, encinas, alcornoques, robles y castaños, observando como el río Sil excava su cauce a través de las montañas en su viaje al encuentro con el Miño al que alimenta como principal afluente, dando la razón al dicho popular “el Sil lleva el agua y el Miño la fama”.
Y, llegas a los balcones de Madrid dónde se combinan la roca, la vegetación y el gran cañón. Nuestra mirada puede centrarse en lo más cercano o admirar el todo. Hoy el día está despejado la visibilidad es muy amplia y podemos ver más allá de los límites de la Ribeira Sacra.
Pero el lugar que más me cautiva y que ha quedado grabado para siempre en mi retina, es el monasterio de Santa Cristina de Rivas do Sil, un monumento sencillo y austero, escondido entre castaños centenarios. Al estar cerca de él notas que vas a sumergirte en algo mágico, relajante, envolvente.
Subes a una de sus torres, contemplas el entorno, te dejas llevar. Reflexionas sobre aquellos días en que cunde en ti el desánimo, estás con el bajón y concluyes que quizás después de un fin de semana en ésta u otras zonas de la tierra de singular belleza, la vida a pesar de los malos momentos puede ser un buen lugar en el que quedarse.
@novoa48