Bernardo Sartier
"Toño, fuera de mi"
Las Femen podían haberse decantado por un lema propio del horario escolar, por ejemplo, "Don Antonio, aléjese de mi chichi"; o hacer utilización del más respetuoso "Monseñor, manténgase al margen de mi vagina". Incluso optar por uno más pedante, tal que "Cardenal, le ruego mantenga la distancia de respeto con mi potorro". Pero las Femen decidieron que en vez de libertad de expresión ejercitarían la libertad de explosión y se fueron al "¡Toño, fuera de mi coño"!.
El diminutivo "Toño" se refería a Don Antonio María Rouco Varela, que bajaba la cabeza en un mohín daliniano, una evitación de las tentaciones de San Antonio infructuosa. Justo, justo en la parroquia de los santos Justo y Pastor, pobrecitos, en la calle de la Palma (pero sin palma ni borriquilla) Don Antonio tropezó con el tetamen de las Femen, un tetamen bello y núbil, admirable y alimenticio que yo no rehuso ver -todo lo contrario- porque en las tetas de las Femen está el germen de la vida, una esperanza que se abre camino como la sangre del insecto clausurado en el ámbar de "Parque Jurásico", sangre que dio luego en dinosaurios.
Digo que Monseñor Toño Mari bajó la cabeza para evitar la tentación, pero para los psicólogos esto es poco terapéutico, porque luego a la noche, en el catre, millones de tetas se te suben al hipotálamo y te torturan el cerebro con su carnalidad terne y mullida. Ya dije una vez que las consultas de los psiquiatras están llenas de clérigos que padecen TOC, trastorno obsesivo compulsivo, es decir, permanencia infeliz de la idea que quieres alejar y que se resiste, obstinadamente, a irse. Lo mejor para aguantar la tentación es dejarse vencer por ella. Si no, llegas a lo que un compañero mío, que identificaba su cipote con un objeto pecaminoso. Tanto le habían lavado el cerebro en el seminario que el tío, para la función prosaica, o sea para mear, se lavaba primero las manos ceremoniosamente, como un cirujano cardiaco antes de un trasplante; luego cogía el pájaro con un trozo de papel higiénico mientras hacía su micción en la creencia de estar evitando un contacto empecatado, torpe intento por ajenizar un apéndice imprescindible, deseo vano de que tu picha no sea tu picha sino Pepiño, el vecino del sexto. Al terminar, mi pobre amigo volvía a repetir el ritual higiénico, aquella liturgia aséptica, no fuese a ser que quedasen rastros de condena en su pilila y Caronte lo cruzase en su barca a la orilla infernal.
A monseñor Toño Mari, para que no viera a Lucifer tatuado, se lo llevaron en volandas unos curas. Uno de ellos tapaba sus ojos con la mano pero abría un poquito los dedos (para ver cómo eran de cochinas las de Femen -se conoce-) mientras gritaba "¡tapaos, marranas!". O sea, que el domingo tuvimos al inquisidor de la libertad sexual cercado en la emboscada tetuda de Femen, cautivo y desarmado entre los pechos "equisequisele" de una de ellas que eran un monolito (mejor dos) a la feminidad. Libres, bellas y dueñas de sus coños, propietarias de su vida y su destino. Qué más se puede pedir. Lo único que vengan a protestarme a mí, que no bajaría la testuz. Cómo voy a bajar la cabeza ante la vida y la belleza. Ahora les dejo que voy a solicitar mi alta en las Femen, a ver si me admiten entre ellas y le hago una proteta (perdón, una protesta) a Rouco.