Javier Vilas Eguileta
Vida de anciano
Siempre me han caído simpáticas las personas de anciana edad, especialmente las del género masculino, pues uno debe fijarse en lo que va a ser y no en lo que pudo ser.
Son individuos peculiares que, por lo general, suelen tener dos rasgos: "rosmón" (expresión típicamente gallega) y amable. Sí, dos caracteres antagónicos pero que ilustraré en dos ejemplos:
-El "rosmón": a todos nos pasa que en nuestro afán por buscar un hueco al coche, a veces lo intentamos aparcar en sitios complicados. Y ahí estamos, en plena vorágine de marcha primera, marcha atrás, cuando con el rabillo del ojo vemos a alguien en la acera observando. Ni más ni menos que el típico jubilado que no tiene nada mejor que hacer que observar atentamente nuestra maniobra, mientras sujeta sus manos arrugadas (más que los dedos de David Meca) por detrás de su espalda. No contento con la presión a que nos somete con su intensa mirada, suelta frases del tipo: "buuuu", "ahí no te entra", "le vas a dar al de delante". Oiga, señor, si quiere ayúdeme, y si no, váyase a freír espárragos. Desconozco si el incremento de este tipo de sujetos se debe a la crisis del ladrillo, pues es bien sabido el gusto de los mayores de seguir todo el proceso de edificación de un inmueble, desde la remoción de las tierras hasta la declaración de obra nueva terminada.
-Pero luego siempre está la parte amable. El ejemplo también viene a propósito de coches: cuántas veces uno se pierde por caminos que llevan a donde Jesucristo perdió sus zapatillas. También aquí es donde aparece nuestro sujeto, ya sea porque está regando su huerto o porque ha salido a pasear por el arcén con su pecho al descubierto. Su rostro se ilumina al vernos llegar dibujando una sonrisa de oreja a oreja. Su único deseo es que le preguntemos cómo podemos salir de allí para que así él nos pueda ayudar. En ocasiones pienso que hay personas que viven de esto, que su misión en la vida es orientar a los que se han perdido, que son figurantes como en la película El Show de Truman. Lo cierto es que cuando hago esa pregunta y me responden, siento que he hecho feliz a una persona. Además, suelo comprobar por el retrovisor, mientras me alejo del lugar, cómo el buen hombre sigue mirando (no vaya a ser que me desvíe) con su impertérrita sonrisa.
Y es que pese a, como decía la semana pasada, tener temor de cumplir años, también quiero llegar a viejo y ser una de estas personas, vivir en un puerto pesquero, y no tener mayor propósito, que el de ver pasar las horas sentado en mi silla de plástico blanca con la publicidad de fanta o kas por detrás. Que así sea.