Alejandro M. Carmuega
Aquí va a haber más que palabras: Aberraciones Espirituales y Geométricas
La voz de Sebas resuena triste y hueca en el umbral de la escalera. Está atardeciendo y la apatía tediosa de la calle provoca que mi cabeza se fugue distraídamente de esta cloaca durante unos instantes.
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Abril del setenta y cuatro: Sumo yo en total ocho primaveras y mi progenitor un doctorado en filosofía. Una vez dibujado el contexto histórico y los méritos de cada uno, comprenderán la pesada digestión que supone para este tierno espíritu conocer (de labia paterna) y aceptar (de razón propia) la posición de su viejo respecto de lo religioso. En el ecléctico batiburrillo politeísta al que se reduce -aún ahora- mi cultura sobre lo divino, caben diversas deidades de procedencias poco celestiales y matizadas todas, creo yo, por el arco cromático con el que Marvel, Disney, Hannah y Barberá difuminan los setenta. Thor, por ejemplo, es una divinidad lo bastante apetitosa como para que acceda yo a acatar su no-existencia sin un rechinar de dientes. Y, aún así, por mucho que sea Papá el propietario de la teoría según la cual frente a los dioses debe mantenerse una actitud de escepticismo; la verdad es que a mi me jode bastante tragar con la eventualidad de que mi amado "superérue" pueda llegar a no existir por una estúpida cuestión de principios teologales. Mi preocupación -es cierto- se sitúa más del lado de lo ontológico que de lo místico. Al fin y al cabo, uno ya ha hecho de tripas corazón aceptando la mandanga de los magos de Oriente; pero lo de este dios del trueno macizo y beligerante es otro tomate. Porque nombrar a Melchor e imaginar al viejo entra en lo barajable; pero la grácil silueta del rubiales del mazo tocho es algo que cae muy fuera del alcance de una generación que no ha cheirado ni de lejos los All-Bran de Kellogg's. Puede que los reyes sí, pero los dioses no son los padres, eso seguro. No, al menos, el mío. ¿Qué pasa entonces con ellos? ¿existen acaso?
Según Papá, y para que pueda captar yo el mensaje, a las divinidades debe uno enfrentarse con una ceja levantada (mientras me lo está diciendo se sube una con un dedo). ¿Con cierto recelo?, pregunto yo, que transito por la vida bastante lastrado ya de vocabulario. Esta salida debe darle a él una impresión equivocada sobre el grado de madurez intelectual de su polluelo, porque observándome con el ceño asimétricamente fruncido (esta vez sin ayuda digital), aprovecha la ocasión que le ha llovido inesperadamente del cielo para clavarme, cum laude y sin anestesia, su reciente tesis doctoral sobre la materia. Y como prueba de que la memoria es una ciencia intrínsecamente inexacta y de fiabilidad confirmadamente incierta, a medida que va él desgranando sus teorías, extraños términos desprovistos de significado, como teísmo, politeísmo, panteísmo, ateísmo, deísmo, pandeísmo, y otros muchismo más difíciles de recordar van quedándose enredados para siempre entre los viscosos sedimentos de mi retentiva infantil. Relajando finalmente su entrecejo, Papá me ase por los hombros, me mira a los ojos y remata su discurso con una sentencia que reviste intencionadamente con un halo de contradicción, y cuyo eco rotundo ha quedado retumbando desde entonces en las paredes internas de mi molondra:
-Si has de comulgar con algo, meu rei, que sea con el agnosticismo.
Adiós a las ruedas de molino. Los padres están para ser obedecidos. Thor quedará por siempre a la espera de un axioma que abra puertas a la oportunidad de su existencia. Y si desde entonces he llegado a subirme alguna vez al carro del teísmo no ha sido por una cuestión de fe, sino más bien de café (me he dado cuenta de que me quita bastante el sueño).
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Repentinamente mi consciencia regresa de nuevo a este mundo. Giro mi cabeza y observo como Sebas mueve la boca dirigiéndose hacia mi. En sus labios me parece leer la palabra crisis pero, en mi atolondramiento, su voz no me alcanza. Los ojos se me cierran nuevamente invitando a mis pensamientos a continuar su peregrinaje por la deriva aturdida de otras órbitas.
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Febrero de dos mil trece: Sumo yo en total cuarenta y cinco otoños y la Señorita Estévez un máster en optometría. Una vez esbozado el contexto histórico y los méritos de cada uno, comprenderán el convulso acojone que puede sufrir este menda sólo de imaginar la factura que le habrán de pasar por unas gafas que están a punto de prescribirle. Las figuras a lo lejos se han convertido en un problema desde hace un par de meses y la luz artificial no hace otra cosa que multiplicar los aprietos visuales. Al llegar el anochecer, en mi habitual ruta hacia la de Sara, me veo aturdido por el chabacano centelleo de los rótulos que cuelgan sobre los locales del barrio. Sobre los pocos que no han acabado por echar el cierre. Y desde mi taburete en la barra ya no distingo las imágenes con las que nos castiga cada noche el televisor. Uno no cambia de taburete así como así, esto no es el colegio; antes se pone gafas. Por eso estoy aquí sentado. La dulzura libidinosa con la que me ha hablado en un principio esta joven -Apoya la barbilla aquí; mira hacia la luz verde- se transforma de repente en la aséptica frialdad clínica de un científico:
-Al final, esto, como casi todo lo importante en la vida, se reduce a una mera cuestión matemática: Una simple aberración geométrica. Falta de simetría. La indeseada irregularidad en la esfericidad de la cornea que provoca una refracción asimétrica de la luz al entrar por meridianos distintos del globo ocular.
Debo reconocer que este arcano diagnóstico estimula mi instinto socrático. Busco palabras con las que posicionarme a la altura de su soliloquio, pero, la verdad, no sé por donde empezar. Así que tirando de genealogía, pienso en Papá, y aunque su imagen no me trae palabra alguna, al menos, consigo arquear una sola ceja.
- Que lo que tú sufres, meu rei, es astigmatismo.
Cruzamos un par de impresiones sobre el asunto antes de que retome su personalidad de enfermera sexy y ponga precio al remedio. De todas las opciones que me ofrece me quedo con ninguna: cambio de taburete. En otra ocasión será. Tal vez algún día vengan mejor dadas y pueda permitirme enfocar la vida.
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Un manotazo seco de Sebas en mi antebrazo me devuelve al presente.
- ¡...Que qué opinas tú sobre lo que dice Rajoy de que estamos saliendo de la crisis!¡No me estás haciendo ni caso!
- Perdona, Sebas, amigo, se me fue la cabeza en tonterías.
Medito brevemente sobre lo que me ha preguntado y me apetece no contestarle nada. Sin embargo, es quién es, y de manera inconsciente un resorte en mi cabeza hace brotar de mi boca las palabras:
- Parece que hay luces en el horizonte, sí; y puede que sea el final del túnel. No te digo yo que no. Porque es probable que así sea; hay que ser optimistas. Pero, qué quieres que te diga: me da a mi la impresión de que lo que vemos brillar allí al fondo y deseamos con todas nuestras fuerzas que sea nuestro futuro, no es, en realidad, otra cosa que su presente. El de ellos. Tú ya me entiendes
Mi amigo me mira, sonríe tímidamente y se encoge de hombros.
-Pero no hagas mucho caso a nada de lo que yo te diga, querido Sebas. Al fin y al cabo, ¿quién soy yo? Sólo un pobre diablo que comulga con el agnosticismo y sufre de astigmatismo.