David Darriba Pérez
Una desapacible noche
Jaime miró nervioso a su alrededor. Encendió un cigarro. Dio paseos cortos de un lado al otro de la sala. Mientras, salía de su boca y nariz una espesa humareda.
—¿Y ahora que hago yo, Toño? Me he pasado la vida trabajando como un desgraciado y… fíjate, tiene que venir a ocurrir justo en el peor momento. Cuando las cosas parecían que empezaban a funcionar por fin y…
—…y se te da por dejar preñá a la Heliodora.
—Lo malo son los señores. Heliodora, en cuanto no quepa con su panza por el pasillo que va a la cocina, se va a la calle de cabeza. Respecto a mí, me harán la vida imposible hasta que vaya por el mismo camino que ella. Con lo bien colocaditos que estábamos los dos.
—No utilices el pasado, hombre. Los señores son gente de bien. Si me hablases del sieso del Fernando, el señorito, sería otro cantar; sin embargo, los señores salieron de donde salieron y son capaces de entender nuestros problemas. Hazme caso que llevo muchos años a sus servicios. Nunca tuvieron queja de mí y, lo más importante para mi bolsillo, nunca la tuve yo de ellos. Mira, Jaime, tranquilízate y si las cosas no salen como debieran, hay muchas casas en las que os podréis colocar después de ésta.
Jaime dio unas palmadas en la espalda de Toño y marchó a la calle con la misma sensación de desasosiego. Llovía. Se subió las solapas del abrigo y tras cubrirse la cabeza con la gorra, encogió los hombros. Al caminar evitaba apoyar de pleno su pie derecho para que no se le colase el agua por el agujero de su zapato. Por la noche todos los gatos son pardos, pero casi pudo jurar que ya había pasado por esa calle cinco minutos atrás. Como aquello no era posible y tenía la cabeza llena de preocupaciones, no quiso prestarle más importancia de la que pudiera tener; no obstante, fue curioso ver la calle más iluminada de lo habitual; y al entrar en una más grande se le heló la sangre de las venas: extrañísimos vehículos de formas redondeadas invadían todo espacio posible. Hace cinco minutos era difícil ver muchos de estos coches; con suerte alguno como el de los señores y que sacaban a pasear los domingos. Aceleró el paso dándole lo mismo el agujero de su zapato. Unos carteles que emitían una luz cegadora salían de los escaparates de los comercios. En vez de dormir, la ciudad se mantenía despierta y apabullante. La gente salía por cualquier rincón como las cucarachas. Se tapó los oídos con ambas manos. Demasiado ruido: el grupo de la despedida de solteros; el constante trasiego de los mencionados vehículos; la horrible música que se escapaba cada vez que abrían la puerta de uno de esos lúgubres locales; la gente que cantaba; la gente que discutía.
El olor a alcohol rezumaba de las paredes. Un mendigo sentado en el suelo le agarró de un tobillo. Le miró fijamente. Sus ojos parecían escaparse de las órbitas.
—Tú… ¡Tú! ¿De dónde vienes? —preguntó el mendigo—. ¿Por qué vistes así? ¡Date la vuelta antes de que te pierdas! ¡No sigas adelante!
Jaime, en cuanto le soltó aquel hombre, echó a correr por donde vino. Estaba empapado por completo. «¡Ésa, ésa es la calle por la que salí!», pensó. Corrió, corrió hacia ella… Un balsámico silencio restauró sus oídos. Había dejado de llover y las casas eran las de siempre. Todo parecía haber vuelto a la normalidad. ¿Un hijo? En cuanto amaneciese lo celebraría con Heliodora.