Siempre tiene algo de tramposo hablar sobre cuestiones generacionales. Lo habitual en estos casos es caer en un peligroso efecto Google, quedándonos en lo más popular, sin darnos cuenta que, tras la primera página de resultados, puede haber millones de opciones diversas para las mismas cuestiones. Tampoco vamos a descubrir que a estas alturas algo hemos roto, cuando la mayoría de los jóvenes tienen asumido que vivirán peor que sus padres y que sus expectativas de vida pasan fundamentalmente por resistir.
La sociedad se escandaliza ante las imágenes en televisión de miles de jóvenes de botellón en cualquier plaza, playa o parque, algo que en la cuenca mediterránea es casi un deporte milenario. Hablarán los gurús desde sus palacios de oro de pensamiento positivo, de autoestima o de poca tolerancia a la frustración, así podremos mirar el dedo, sin mirar la luna. El botellón no es ninguna novedad, es un fenómeno social con décadas de antigüedad. Su espectacularidad y la juventud añorada evitan que reflexionemos sobre los problemas de fondo, sobre el agotamiento estructural de un modelo que aboca a los más jóvenes a pasar por la universidad antes de iniciar una vida laboral con pocas perspectivas de estabilidad. Cunde la frustración en las aulas, pues hay muchos estudiantes conscientes de que sus estudios universitarios no les servirán para ejercer esa profesión para la que estudian, sino que deberán pasar por un máster y contratos de prácticas que tampoco les garantizan nada. Por eso, muchos consideran que los estudios universitarios son tan sólo un paréntesis de vida antes de entrar en el bucle de trabajos temporales.
Mientras esto ocurre, desde la política se proponen reformas universitarias que no reformen nada. Extraño sería que no cunda el agotamiento y la desesperación entre las generaciones de jóvenes que finalizan sus estudios. Si la generación Millenial es una generación quemada, como analiza ferozmente Anne Helen Petersen en su libro ‘No puedo más’, atrapada sin opciones entre dos crisis, realizando en trabajos sin futuro y sin seguridad económica con la que poder planificar su vida, la siguientes generaciones no tienen la impresión de que su perspectivas serán mejores. De poco sirve ya que los escaparates andan llenos de frases positivas, las escuelas de nuevas pedagogías, la universidad en sus cosas, porque si "el trabajo era una mierda y era precario; ahora lo es más", citando de nuevo a Petersen.
Entonces llegó la COVID-19 y muchos jóvenes tuvieron la impresión que les robaban sus mejores años y que en lugar de agradecerles el esfuerzo, se les señalaba públicamente como insolidarios, porque los medios de comunicación se empeñaban en poner la mirada en los que no cumplían, haciendo tabla rasa generacional.
Los botellones no son el problema, son sólo el síntoma de una enfermedad que está en otro sitio. Una enfermedad ineludible que ataca a lo más preciado del ser humano. Su futuro. Un futuro en el que la meritocracia parece no tener cabida. Los ascensores sociales hace tiempo que dejaron de funcionar y la sensación generalizada entre los jóvenes es que esforzarse es inútil, no te sacará del círculo vicioso de empleos precarios. Podemos indignarnos ante los síntomas, obviando las causas, pero eso no evitará que, como la lava, cada generación siga buscando el océano. Sólo falta por descubrir dónde hará contacto con el agua.