Manuel Pérez Lourido
Años de infancia en Pontevedra
Esta es una columna que, si acaso, disfrutarán los más viejos del lugar. El lugar es Pontevedra, el momento, uno entre la muerte de Franco y la Constitución del 78 y los protagonistas aquellos a los que nos cogió la infancia de por medio.
En aquella época Pontevedra era una ciudad donde los coches se subían a las aceras, llovía a mares y, si conocías a alguien en el Ayuntamiento, te quitaban las multas. La ciudad estaba llena de niños. Había niños de todas las edades por todas partes. Nos agrupábamos por barrios para disputar partidos de fútbol y pelearnos con los otros. Nos gustaba mucho hacer ambas cosas, a veces en el mismo día. Sin acritud, sin rencores. Nos pegábamos de un modo brutalmente leal, noble y salvaje.
Los adultos no se asustaban, ni nos llevaban a psicólogos ni nos endilgaban sermones sobre el pacifismo. Supimos quien era Gandhi ya mayores, en el Gónviz.
Uno de los territorios donde campábamos a nuestras anchas era Las Palmeras, un edénico jardín lleno de columpios de formas y materiales nada ergonómicos que nuestros cuerpos de goma medían a base de trompadas y de llantos.
Aquel era también el terreno de Matagusanos, al que provocábamos metiéndonos con los patos, o pintando la mona delante de la jaula de la mona, tirándole de todo. Torturábamos palomas, envenenábamos aves, tronchábamos plantas y setos... y nuestra Némesis, de uniforme y porra reglamentaria, no hacía sino confirmar que estábamos haciendo lo correcto, pues la transgresión formaba parte de un aprendizaje y su represión era parte del mismo.
Jugábamos con chapas, con trompos, con canicas, con pinchos, con cuerdas, con palos, con la imaginación... en el Coralín manejaríamos después el futbolín y las máquinas del millón y aprenderíamos a parecer duros para mimetizarnos con una edad torva y desagradecida.
Nos tocó vivir una época convulsa, el final de una era, camino de una adolescencia que eclosionaría en el disparate que fueron los 80.
Y llama mucho la atención que en todo aquello había tanto de rebeldía como de inocencia, que éramos educados con nuestros mayores, que apenas teníamos caprichos, que nos conformábamos con poca cosa y éramos felices aunque la mayoría llevábamos una vida humilde, o precisamente por eso.
Hoy en día ser niño es a simple vista un oficio más complicado, reglamentado, asistido y encorsetado que lo que lo fue en aquel entonces. O tal vez sea sólo el efecto de una mirada nostálgica.