Manuel Pérez Lourido
Luis Suárez, la pasión y el ejemplo
El futbolista uruguayo Luis Suárez ha acaparado, de un bocado, los focos, los flashes y las crónicas.Tanta voracidad sólo la explica una pasión mal entendida: la nuestra y la suya por ese veneno llamado fútbol. A veces se parece a Ricardo Darin y otras a Hannibal Lecter. Igual que el argentino, sus prominentes palas desdramatizan un rostro duro y unos ojos penetrantes. Como el personaje de Thomas Harris, presenta rasgos psicopáticos que densenvuelve en plena refriega balompédica.
Por tres veces ha agredido a un rival a dentelladas, y sin asomo de arrepentimiento: en esta ocasión ha llegado a decir que se había caído sobre el rival. Sin entrar en el asunto de si la sanción ha sido o no proporcionada a la falta, parece evidente que la reincidencia, la transcendencia pública de la acción y la no asunción de la culpa aconsejan un escarmiento. Otra cosa es que toda una nación, con su presidente a la cabeza, se considere maltratada por el tribunal competente. Eso es bueno para Suárez. O que una exestrella en horas bajas, como Maradona, los secunde. Eso no es tan bueno.
A uno lo que le preocupa dada la desorbitada atención mediática que suscita este deporte es su transcendecia a la hora de forjar valores entre los niños. Está bien que los adultos nos volvamos como niños en lo que al balón atañe, pero estos crecen con unos modelos muy difíciles de borrar después. Dígasele a un adulto que no engañe al prójimo, aunque sea Hacienda, o sea todos, ese prójimo, después de haber visto durante quince años como se aplauden a los delanteros que simulan faltas. Por poner un ejemplo tan evidente como recalcitrante.
Hay unas cuantas cosas que deberíamos tener claras si pretendemos dotar a nuestras comunidades de valores firmes de los que obtener réditos sociales y uno de ellos, fundamental, es el de aborrecer la hipocresía.
En mi opinión, Luis Suárez se equivoca menos al seguir un impulso peculiar que lo ha dejado en evidencia en un par de ocasiones antes, que al firmar una carta a la Comisión Disciplinaria en la que relata haberse caído sobre el contrario e impactar en él con sus incisivos. Es menos sensato y tiene menos justificación este acto que el que lo origina.
Y el niño que contempla con ojos extasiados las hazañas de sus héroes, se merece ver cómo se disculpan cuando se equivocan y como son sancionados como corresponde cuando infringen las reglas. Lo demás es engañarlos y engañarnos. O algo peor: la constatación de que no hemos madurado todavía.