Beatriz Suárez-Vence Castro
No
Nos hemos vuelto esclavos del sí. Sobre todo, esclavas. Con la teoría supuestamente demostrada en Biología, de que podemos hacer varias cosas a la vez, no paramos hasta caernos redondas. El cansancio está mal visto. Y las negativas, mucho peor.
Es importante saber negarnos a realizar aquellas tareas que nos sobrepasan y permitirnos "no hacer nada" de vez en cuando. La falta de trabajo nos tiene amedrentadas y la competitividad laboral, machacadas. Así acabamos comiendo de pie, cuando nos acordamos de hacerlo. Y aceptando exigencias desmesuradas de nuestros jefes porque "cualquiera le dice que no". Además él también vive en la oficina, no le da la luz del sol y conoce a sus hijos cuando ya son mayores.
Fuera del trabajo, lo mismo. Se acumulan los planes de fin de semana, las invitaciones, las participaciones a actos a los que no te puedes negar porque serás excomulgada socialmente. Llevamos ropa en el bolso para cambiarnos porque salimos de casa cuando no ha amanecido y regresamos de noche. No vamos a llevar el mismo look a la oficina que a la cena que tenemos inmediatamente después de salir y, por supuesto, no nos da tiempo a pasar por casa.
En el coche, además del chaleco reflectante y la rueda de repuesto, tenemos unos zapatos de tacón "por si acaso". El número de teléfono de la canguro nos lo sabemos de memoria. El de nuestra mejor amiga lo hemos olvidado porque no tenemos tiempo de llamarla. Ya la veremos en el gimnasio cuando nos saltemos la comida para ir a spinning. Vivimos con la sensación de que nos hemos olvidado de algo. Y probablemente sea así porque es humanamente imposible retener tanta información.
Por la noche, si no nos hemos llevado trabajo a casa, aprovechamos para ordenar lo que hemos dejado patas arriba por la mañana al salir corriendo. Supervisamos los deberes de nuestros hijos, suponiendo que estén hechos. Si no es así, los acabamos nosotros. En caso de que tengan, examen nos quedamos hasta tarde con ellos. Como la competitividad se la traspasamos sin darnos cuenta, no nos vamos a la cama ni dejamos que ellos se vayan hasta que nos hemos asegurado de que están preparados para un sobresaliente.
Nos despertamos, sobresaltados a media noche para apuntar en la agenda la tarea que nos quedó pendiente. Vivimos en un estado de alerta permanente.
Hasta que un día, nosotros que nunca hasta ahora habíamos pillado ni un resfriado, nos caemos redondos en la calle.
Alguien llama a una ambulancia y nos llevan a Urgencias. Allí, al ver el resultado de nuestros análisis, ya no nos dejan salir. Normal. Tendrán además que abortar nuestros intentos de fuga, mientras estamos conscientes, porque no podemos permitirnos perder el tiempo así, a lo tonto.
Una amiga mía llamó a su hermana, mientras tenía las contracciones previas al parto de su segundo hijo antes de bajar a quirófano. Le pidió que cerrara la puerta del garaje y le diera de comer al perro. Lo juro.
Otras veces, es la cabeza la que se bloquea y acabamos como a la cantante Pastora Soler que el lunes anunciaba que deja la música temporalmente porque no puede más. No puede más con treinta y seis años. Ha tenido un ataque de pánico y un desmayo en directo.
Después de saber todo lo que abarcaba, esta mujer tiene suerte de poder contarlo.
Ni ella ni ninguna de nosotras hemos podido sustraernos a la trampa de la multitarea . Porque siempre decimos sí aunque queramos decir no. Jamás nos paramos a pensar lo que realmente queremos en medio de las exigencias de la casa, el trabajo, los hijos, la pareja, los padres, los amigos y hasta la mascota.
La verdadera revolución no consiste en la demostración de que podemos con todo lo que nos echen. El mayor acto de rebeldía que podemos realizar por nosotras mismas es pronunciar de vez en cuando la única palabra que hemos desterrado de nuestro vocabulario, tan corta y tan útil: No.
Van a querernos igual. O deberían.