Guillermo Cerviño Porto
La voz de lo inerte #4: El interruptor
A menudo sucede que no sucede nada. Digamos que es este un estado continuo de inactividad que, si me lo permitís, quisiera calificar de suceso por el mero hecho de que no sucede ninguna otra cosa. ¿Pueden imaginarse la eterna monotonía? Les aseguro que es terrible. Lo más terrible que he experimentado nunca. Imagínense también a esa monotonía con la condición adquirida de vacuidad. La condición que el lento pasar de los años va apuntalando sobre tus hombros, metafóricamente hablando. ¿Pueden sentir el peso cada vez mayor? ¿Pueden notar su presión insertándoos cada vez más en la grieta que se abre paso en la pared? Yo, desde luego, la siento muy bien. Y no podría ubicarla en un lugar concreto de mi cuerpo, uno en el que todos pudiéramos sentirnos identificados, porque cada uno tiene su propia grieta. Solo la siento y nada más.
A veces sucede que uno desea casi desesperadamente que ocurra algo. Cualquier cosa. No importa si es buena o mala con tal de que tenga lugar. Porque todo hijo de vecino necesita ser testigo de algo al menos una vez en su vida. Necesita algo que contar. Algún hecho acaecido. Lo que sea. Incluso una tragedia es bien recibida. Sobre todo una tragedia. Sí, sobre todo eso. Lo digo, porque sé de buena tinta que lo malo es más proclive a ser recordado que lo bueno. Si lo sabré yo. E incluso me atrevería a afirmar que las buenas acciones permanecen más tiempo en el recuerdo de quien las hace que en el beneficiado. Ayudan al hacedor más que al favorecido por el hecho de que dan un sentido a sus vidas. Les hacen sentir mejor. Y también porque a lo bueno cuesta muy poco acostumbrarse. Y porque acostumbrarse implica olvidar un montón de cosas. Cosas buenas. Cosas importantes. Eso también es así, y nada más.
¿Y si no tienes la oportunidad, la bondad, o simplemente no sabes cómo ser un buen samaritano? Siempre puedes decirte que uno solo es uno, y que uno solo no puede controlar ciertas cosas de su vida. Para más de la vida en general. Puedes alegar que no te apetece, que todo es complicado, o que tal vez no seas una buena persona después de todo. El cuento típico autocompasivo diría así: «sé que no soy buena persona, o que no lo estoy haciendo todo lo bien que pudiera, por eso estoy triste y desanimado». Y el cuento típico, completo y desnudo, diría lo siguiente: «sé que no soy buena persona, o que no lo estoy haciendo todo lo bien que pudiera, por eso estoy triste y desanimado, pero tampoco tengo intención de mover un triste dedo por cambiarlo, porque si lo hiciese dejaría de no ser bueno». Eso suele funcionar cuando existe un amor fuerte o reciente de por medio, cargado de una excesiva comprensión y un saco para llevarla. Al menos al principio. Como si el admitir que uno es malo ya te convirtiese en bueno y te diese, de paso, licencia para seguir siendo malo. Y como esa, mil y una excusas. Si es que no se consuela quien no quiere.
Cuando uno se agarra a algún hecho inamovible, o se convence a sí mismo de que lo es, entonces no importa ya la función para la que hayas sido creado. Todo defecto se purga con unas cuantas abluciones de nada. Y entonces es cuando uno necesita de algo que contar. Conseguido esto, las cosas cobran inmediatamente otro cariz. Todo se ve a través de un filtro de color diferente al que estabas acostumbrado. Un filtro de distracción. ¿Y qué más da si no tienes a nadie con quien compartirlo ni a quien contárselo? Tanto mejor. Así puedes explayarte en tu experiencia tantas veces como quieras sin temor a ser repetitivo o molesto. Recrearla. Agarrarte a ella como clavo ardiendo e incluso tergiversarla las veces que te apetezca. Porque a las personas les molesta que uno repita la misma cosa sin cesar. Les aburre. Está en su naturaleza. Eso es así y punto. No como nosotros, los inertes. A veces, como el zapato, uno es testigo de un simple diálogo, que por un casual llama tu atención. Otras, presencias el típico encuentro amoroso del sábado por la noche, una reunión de amigos que acuden a emborracharse y a fardar de lo que carecen, o cualquier otra cosa inútil. Fruslerías. Pérdida de tiempo incluso entre la tortura de la vacuidad. Si tienes suerte, tal vez hagan referencia a ti en algún momento, te mencionen o te señalen. O tal vez te usen para agredir a alguien. Eso no estaría mal del todo… pero todavía insuficiente. Yo necesito mucho más que eso. Es preciso sentir una implicación relevante. Si puede ser, protagonismo absoluto.
Para concluir diré que, por lo mencionado, y aunque la casa en la que habito esté ahora deshabitada y probablemente así se quede durante mucho tiempo, yo estoy radiante. Feliz. ¿Veis esas dos manchas rojas sobre mi cubierta? ¿Esos dos trazados perpendiculares con forma de X? Es sangre humana. Pedacitos moribundos de ADN aspergido, impregnados de glóbulos blancos, rojos, y Dios sabe qué más abominaciones. Seguro que también contiene la huella dactilar del protagonista secundario de esta historia. Porque el principal he sido yo, por supuesto. ¿Cómo iba a poder cometer nadie un crimen a plena luz eléctrica? ¿Cómo iba a poder un asesino sorprender a su víctima sin mi colaboración? ¡Imposible! Porque no he sido un simple testigo ocular, ni siquiera cómplice o encubridor, sino verdugo, brazo ejecutor, elemento clave. Eso es lo que he sido, y esta es mi historia. En el momento justo he sentido un dedo palpitar sobre mi piel. Sobre mi coraza. Accionado todo el peso de su humano cuerpo sobre mi espalda. Toda su rabia impresa en un único gesto. Sus ojos brillantes observándome a pocos centímetros. Ha sido apenas un escalofrío. Un instante breve pero delicioso, codicioso, irrepetible. Y con la velocidad del rayo he desenlazado mis brazos de cobre interrumpiendo la energía. ¡Luces fuera! ¡Luces fuera! Y con ellas la única esperanza de la mujer de sobrevivir al ataque del hombre. ¿O fue al revés? ¡Qué más da!
A menudo sucede que no sucede nada. Digamos que es este un estado continuado de inactividad que…
Ilustración: St.Moony