Guillermo Cerviño Porto
La voz de lo inerte #5: El vaso
A mi derecha un hombre. A mi izquierda una mujer. Y los seis conversan entre sí. ¿Tiene esto sentido?
Lo tiene:
Dicen los filósofos que todo está sujeto al determinismo. Que todo hecho es relativo. Absolutamente todo, con el rigor que estas dos palabras aúnan, ha de ser dispuesto al infinito abanico de posibilidades del juicio de cada ser pensante, y este a su vez razonado con el de otras entidades para llegar a un mutuo acuerdo. De ese modo, sucediendo la mayor parte de las veces de forma tácita, se alcanza una definición general que ha de ser respetada por el conjunto. Pragmatismo y civilización. No obstante, uno mantiene su derecho natural a la discrepancia. Su derecho consuetudinario de defender ante un igual su punto de vista mientras no pierda este su mera cualidad de opinión. Y es que la opinión se ha creado con el acertado propósito de calmar el alma de las personas, cuyas vidas han de cosechar ineluctablemente infinidad de discordancias e injusticias a lo largo de su existencia. Y no podrán decir «no podemos hacer nada», porque uno siempre puede ser escuchado.
Siempre puede opinar.
Y la tormenta se apacigua en sus corazones
resignados,
guareciéndose de remordimientos y frustraciones
hasta la próxima vez,
que viéndose condenados,
sienta uno en su tez
la necesidad de armarse y defenderse atendiendo a razones.
Con nosotros, vulgarmente conocidos como «cosas», todo es más sencillo. Nuestras proporciones están bien definidas, como también el objeto de nuestra existencia y los materiales que nos conforman. Uno está hecho para lo que está hecho y no se encuentra ahí tema de discusión. En mi caso, he sido creado para contener y trasportar líquidos o cualquier otro material que tenga cabida en mi interior. También como objeto decorativo, arma arrojadiza y otras funciones menores. Pero podemos decir sin temor que la lista de utilidades que se nos adjudica es tan finita como las veces en que un ser de carne y hueso, y además racional, se para a pensar en lo que tiene delante de sus protuberancias olfativas, atrofiadas con respecto a otras especies, por cierto.
No sé cómo lo sé, pero lo sé.
Érase un hombre a una nariz pegado.
Érase un elefante bocarriba.
Por supuesto, muchas de esas funciones que se nos atribuyen son menores y completamente inútiles. Aunque también eso es relativo. Y podría seguir así durante los cuatrocientos o quinientos años que se me estiman de existencia. Y podéis creerme que no me aburriría. No voy a hacerlo con vosotros, si es que no lo he hecho ya.
Apoyado sobre una mesilla entre dos divanes me entretengo en la escucha de una conversación, origen del tedio que acabo de explayar. Me acompaña otro de los míos, justo a mi lado, sumidos ambos en el silencio que se nos supone. ¿Por qué me he parado en esta reflexión? Ha sido al darme cuenta de lo extremadamente complejo que tiene que suponer albergar una vida inteligente y racional.
No como la vacuidad que nos caracteriza a nosotros. Ya lo dijo el zapato, el interruptor, el espejo…
Es lo que hay.
A mi derecha un hombre. A mi izquierda una mujer. Y los seis conversan entre sí. ¿Tiene esto sentido?
Lo tiene:
El hombre se ve a sí mismo de una manera concreta, singular, que no es la manera en que la mujer lo ve, ni probablemente tampoco la que realmente es. Con la mujer pasa otro tanto de lo mismo, lo que nos da un total de seis personalidades distintas y dos vasos en el salón. ¿Son pareja? No lo son. Los vasos sí lo somos, pero en otro sentido de la palabra. ¿Que cómo lo sé? Si así fuese la conversación tendría lugar entre ocho, en vez de seis, ya que una persona no es la misma ante su pareja que ante otra cualquiera. Y hubiese bastado un solo vaso para compartir, si bien solo ocurre esto durante las fases tempranas de la relación amorosa. Porque en los principios se trata de compartir lo máximo posible aunque sea inútil o pueril. Y si hubiese una tercera persona presente en ese salón, un tercero en discordia, omitiendo sus personalidades propias y en el supuesto de que los protagonistas fuesen pareja, tendríamos que añadir un comportamiento más por barba, ya que uno no actúa con su pareja de igual forma en público que cuando la intimidad los cobija. Tendríamos entonces diez personas y dos vasos. Uno de ellos para compartir.
Y si no fuesen pareja seríamos tres vasos.
Lo cual nos deja claro que solo son seis personas.
A mi derecha un hombre. A mi izquierda una mujer. Y los seis conversan entre sí. ¿Tiene esto sentido?
Lo tiene.
Ilustración: St.Moony