Manuel Pérez Lourido
El Taburete
Es solo un taburete. Un taburete alto de cafetería. A todas luces retapizado en negro. Me lo habían regalado en el bar donde me reunía con R. Nos juntábamos allí para expulgarnos. Ocio tasado y necesario de algún modo, como si fuese una canción para ese día. Nos sentábamos a beber algo y hablábamos sobre escribir.
La idea surgió una noche de tantas. El cielo pegado al paladar, la espesura del silencio en la casa oscura. Aventurarse en la cocina para cazar el sueño a base de evitarlo. Y la pulsión por comer o beber algo, sentado al borde de la encimera. No en la mesa cotidiana. Y en la memoria Tom Wolfe, el gigantón que, dicen, escribía apoyado en la nevera.
Cuando se lo dije a M. ni siquiera ser rió. Contestó lacónicamente algo sensato y rebosante de escepticismo. Pero en mi creció la imagen del taburete, el rastro de las noches en que había que pelar la fruta del cansancio y hacer zumo de soledad y pensamientos que fuesen el brebaje con el que alcanzar cierto letargo.
Una tarde de tantas fui a buscar a R., tal vez a la hora convenida. Mientras esperaba, observé en un lateral del bar los desechos de otra vida de bar. Dos o tres taburetes apuntados a un desguace. Formulé la pregunta al encargar las bebidas y al irme a casa llevaba un taburete alto, tapizado en negro, de base circular y metálica. El mismo sobre al que estoy ahora subido, escribiendo esto en la encimera, una noche de tantas.
El peso de la existencia oscila como nuestro propio peso. Hay días en los que apenas puedes moverte y otros en los que pareces flotar. La mayor parte de las veces tu energía se ajusta a las decisiones y desplazamientos que debes trazar. En todo caso, y de un modo que resulta directamente inexplicable, a uno le ha parecido que tener un taburete alto al que encaramarse resulta una buena defensa para los días raros.