Manuel Pérez Lourido
Salúdame siempre
Voy a relatarles un incidente. Nada particular: es algo que nos ha ocurrido a todos alguna vez y que seguramente nos seguirá ocurriendo. Contarlo puede ayudar a comprendernos a nosotros mismos, si es que tal cosa es posible.
Estaba en un bar al caer la tarde, por decirlo de un modo literario, cuando creí ver a alguien conocido en una mesa cercana. Dirigí hacia allí la vista y cuando su mirada se cruzó con la mía hice un gesto de saludo. El sujeto ni se inmutó, de hecho, siguió hablando con su acompañante. En estos casos todos solemos plegar velas y seguir a otra cosa mariposa: es lo sensato y por eso es lo habitual. Pero, por alguna extraña razón, decidí mantener la mirada y sonreir. Para que yo sonría a alguien, sin venir mucho a cuento o aún viniendo, tiene que producirse una conjunción planetaria o un consumo previo de psicotrópicos. Ignoro el primer supuesto, y esto último lo niego categóricamente; de modo que el primer sorprendido por mi sonrisa fui yo. Su destinatario giró la cabeza y continuó con su vida. No valoró, sin duda por desconocimiento, haber sido origen y testigo de un hecho insólito.
Yo me rendí y volví al abrigo de la charla que mantenían mis compañeros de mesa. Estaba seguro de que conocía aquella persona, o a un hermano suyo: ya la duda había sido sembrada.
La primera vez que te sucede una cosa así, te entran ganas de levantarte, coger a tu interlocutor que no desea serlo por el cuello de la camisa, o de lo que lleve, y decirle "¿no me has visto que te he saludado?" y luego alejarte con mirada de Clint Eastwood. Una mirada despiadada, en todo caso.
Es decir, te sientes ofendido. Y te sientes ofendido porque te sientes estúpido. De pronto se te ha caído la careta con la que vas por la vida y tu auténtica naturaleza ha sido revelada: eres un estúpido que saluda en los bares a gente que no te hace caso. Eres tan estúpido que incluso les sonríes. La mítica "sonrisa estúpida". Somos tan poquita cosa...
Es muy encomiable, digo yo, el ejemplo que nos dan aquellos que saludan a diestro y siniestro, a propios y extraños, apenas advierten un atisbo de reconocimiento en la elevación de una ceja, una mirada de soslayo o un gesto con la mano que en realidad era para rascarse. Estas personas que reparten mimos y sonrisas a granel y acaban haciendo amigos donde antes había desconocidos; seres alados que no reparan en gastos para mostrarse accesibles porque son así, accesibles, humildes, generosos. Cuando sea mayor yo seré uno de ellos.