Kabalcanty
Como una última noche
En la puerta del restaurante se derrochaba alegría. Los amigos apuraban las últimas bromas que se jaleaban con más estridencia, quizás, que frente a las copas que finiquitaron la cena. Tras unas cuantas horas de diversión, costaba ceder a las obligaciones que devolverían a todos a sus respectivas vidas, o a lo que la vida había guardado para cada cual sin que ellos fueran del todo responsables. Cuanto más se demoraban en la acera, frente a la fachada del restaurante, más se agrandaba el temor por la vuelta a la normalidad.
- ¿Qué os parece si tomamos la última en uno de los garitos de la Castellana?
Dijo uno de ellos, el más eufórico, ese que tenía el rostro más encarnado y una mancha grasienta en la pechera de la camisa.
Algunos celebraron la ocurrencia con la dramatizada espontaneidad de quién anhela y calla, otros optaron por hacer un gesto cómico con sus manos y dirigirse al parquin donde les esperaban sus utilitarios.
K., aprovechando la disyuntiva, tiró calle arriba hasta que las voces de los demás fueron aflojando. Se ajustó el cuello de la cazadora y se aventuró a acometer el último repecho hasta llegar a la plaza.
La lluvia había dejado de caer barnizando de charol el asfalto y los techos de los coches. La noche, fría, musicada por el goteo de tejados y balconadas, arrastraba el vapor que vomitaban las gargantas enrejadas de las alcantarillas. El angosto pasillo de cielo entre las casas viejas era un brochazo sucio de un gris desnaturalizado. Se escuchaba, de vez en cuando, asaeteado por el gargajeo del acelerador de los automóviles, la pulsión de algún bar de copas o de alguna televisión insomne en su ronda de sábado nocturno. Se cruzaba con algún hombre tambaleante, murmurando el runrún de una incierta melodía, o con jóvenes vociferando su júbilo y desafiando a todas las oscuridades habidas y por haber. Se festejaba como para huir, como para no caer en el error de pensar echando la vista atrás. El futuro era un paredón torvo que aupaba al presente en un despilfarro que sólo detenía su exceso cuando el cuerpo se rendía. La historia de cada cual, que el domingo resurgiría entre una papilla de cenizas, se dejaba correr al hilo de los bordillos hasta el más sediento de los sumideros.
K. se había divertido en aquella cena de amigos; había reído, bromeado, acometido los temas típicos de actualidad con la vehemencia que daba la grata compañía. Había mostrado el lado edulcorado de su actualidad, como todos los demás, para no quebrar las leyes del festejo y poder disfrutar sin que la carcajada se congelara en alguna arista de su rostro trabajado. Seguramente aquella distracción entre amigos dejaría de ser tal si se prolongase en el tiempo, quizás simplemente si se hiciera asidua y las bromas y los recuerdos entrelazados dejasen de ser novedosos, sin embargo la singularidad que dislocaba a la rutina era una tentación demasiado cercana y muy poco gastada.
Al llegar a la plaza vio cómo se apagaba la luz en uno de los balcones. Le vino a la cabeza su familia y cómo a esa hora de la madrugada estarían todos durmiendo en su casa. Prendió un cigarrillo y, con él en la boca, orinó largamente sobre la base de una farola. Una humareda surgía de la meada trazando ríos polícromos sobre la acera húmeda.
En una de las arterias estrechas que desembocaban en la plaza distinguió un bareto de lucecitas amarillas. Había bebido mucho, demasiado, sabedor ya de que las resacas eran más duras y prolongados que años atrás, pero se dejó llevar con la desesperación del más que posible final de la noche.
- Un gin tonic pero, por favor, sea generoso con la ginebra.
Dijo K. al camarero, tentándose el billete que tenía en el bolsillo del pantalón.
Había poca gente en el local, media docena de personas de mirada vidriosa y ademanes lerdos. Olía a wáter que traía racheado el aparato de aire acondicionado colocado sobre una ventana de cristales opacos. Bebiendo el segundo gin tonic, se acercó a K. un destartalado travesti.
- Te la chupo por diez pavos, hombretón.
Tenía el pelo rubio chamuscado, los labios resecos y pintados exageradamente y fuera de sus límites como en una burla a Charlie Rivel y de sus ojos hundidos caían dos lágrimas petrificadas de rímel, una más prolongada que otra.
- O invítame a una copa, resalao, que estoy más tiesa que la mojama.
Pidió otro gin tonic para el travelo.
Pensó, ocioso y conocedor beodo del límite de la noche, que aquel personaje ruinoso tal vez necesitara del día para dar la espalda a su jodida existencia. Al contrario que él y separados nada más por la luz y la sombra. Observaba la marca de carmín que dejaba sobre el vaso de tubo y se imaginaba cómo su sello impersonal sería barrido en minutos o en horas por un lavaplatos con agua hirviendo.
Dio un traspiés al salir del bareto que tuvo que controlar en el filo de una papelera urbana a rebosar.
- Ven entre esos coches y te lo hago de gratis por lo del copazo.
Escuchó a su lado, mientras estrujaba en el bolsillo de su cazadora el paquete de tabaco en busca de un pitillo imposible.
Se dejó llevar, cogido del brazo del travelo, hasta unos autos aparcados a la vuelta de la esquina.
A K. se le resistía el orgasmo así como la boca se le llenaba de una acidez que bullía en el estómago y le aprisionaba en lo alto de la cabeza.
- Tu tiempo por una copa, hombretón -dijo el travesti, incorporándose y limpiándose los morros con un clínex- Además no me gusta que mi madre me vea con esta facha cuando se levante.
Le vio alejarse borroso, esperpéntico, apoyado sobre el maletero del coche y con los pantalones a media asta y el pene cabizbajo. Amanecía.