Kabalcanty
El mal también bebe cerveza
Vació la bolsa de plástico sobre la mesa llenándola de colillas de cigarrillos que se extendieron abigarradas como una montonera de colmillos cariados. La bombilla sucia que pendía del cable desde el techo iluminaba la pelambrera rizada del hombre mientras revolvía las colillas aplanando el cúmulo y escogiendo la más abastecida de tabaco. Permanecía en pie, aunque había una banqueta metálica con el asiento destripado, deshaciendo las colillas dentro de una lata vacía de galletas danesas. Concentrado en su labor, canturreando para sí una sincopada cancioncilla, no parecía escuchar el golpeteo en el cuarto de al lado. Sonaba con insistencia, como una llamada que urgía atención. Se detuvo unos instantes, casi coincidente con el tiempo en el que él desmigajaba las ultimas pavas, para acto seguido comenzar aún con más vehemencia. El hombre metió los filtros en la bolsa de plástico, apurando con su mano los desperdicios espurreados por la mesa, cogió un librillo de papel de la tosca y semivacía estantería de enfrente y se lió un pitillo, esta vez sentándose en la silla, la cual se retorció sinuosamente bajo su peso. Sonaba monótono el segundero de un reloj redondo, colocado en uno de los entrepaños del mueble, en los intervalos ausentes de ruido.
Cuando terminó el cigarrillo se levantó con parsimonia para encaminarse al cuarto. Era un tipo de unos cincuenta años, alto, de media barba y vestido con una cazadora y pantalón vaqueros Wrangler muy pasados moda. Tenía una mirada fría y directa, como si su alrededor fuese una molestia demasiado conocida, como si se demorase adrede en sus actos, posando sus ojos con indiferencia, y los quisiese banalizar, quizás ridiculizar. Así lo hizo cuando giró el pomo de la puerta de la habitación.
El golpeteo cesó de inmediato. El cuarto estaba a oscuras hasta que él pulsó la llave y se encendió una bombilla, colgada de un cable, en lo alto del cabecero. Apestaba hasta hacer dificultosa la respiración. Sobre un camastro una mujer adolescente permanecía atada por las muñecas y los tobillos. Un pedazo de cinta americana le tapaba la boca y estaba desnuda de cintura para abajo. Los ojos grises de la muchacha miraron espantados al hombre mientras volvía a arquear las caderas para golpear con fiereza el sucio colchón. Tenía el pelo negro, sudoroso y pegado a la frente y a las mejillas, y en un lado de su cuello se veía un moratón delimitado por la marca de unos dientes.
- Si me prometes que no vas a ponerte a gritar, te quito el bozal un rato.
Dijo el hombre, con las manos metidas en los bolsillos y desde la pies de la cama.
La escudriñaba casi con asco, con una fingida benevolencia que delataban sus ojos insolentes alternando la vagina y el rostro de ella.
Le fue despegando la cinta de los labios. La chica echaba la cabeza hacia atrás dolorida, evitando el aliento próximo de él.
- ¡¡Ayuda, por.......!!
Volvió a aplastar la cinta adhesiva sobre su boca.
- ¡Hija de perra! -dijo con fiereza el hombre, abalanzándose sobre su cuello y mordiéndole junto al moratón antiguo. La chica se tensaba de dolor a la vez que agitaba la cabeza para impedir, inútilmente, la agresión- Todas sois unas putas de mierda que vais provocando con vuestros trapitos y os meáis cuando veis de verdad a lo que os exponéis. ¡Zorras!
Se levantó del camastro. Apoyó las manos sobre la pared y se dedicó a respirar hondamente con la cabeza baja y los hombros inquietos.
La chica lloraba hacia adentro. Se agitaba su pecho en espasmos y los músculos de las piernas se marcaban como una giba al borde de la erupción. Su frente se plegaba en unas arrugas prematuras que parecían pesar toneladas encima de sus ojos grises. Bajo su vagina, sobre el colchón, había una región de sangre seca entremezclada con mares de orín y lava de heces. Un gorgoteo ronco circulaba por su garganta, inflada de venas y marcada por los dos cardenales que ahora parecían menos purpúreos.
- Esto se tiene que acabar de una puta vez- dijo iracundo el hombre de espaldas al camastro- Has tenido lo que buscabas y ahora eres un estorbo...
Antes de girar el pomo de la puerta, repitió, acopiando calma y centrando su mirada en un más allá que parecía estar a sus pies y unos metros hacia adelante, "......eres un jodido estorbo."
Segundos después, cuando volvió con la navaja en la mano, la muchacha seguía gimiendo, ajena, desbordada, vencida en un abismo en el que su mente cedía segundo a segundo. Antes de que él la degollara y sintiera la calidez de su sangre empapando su blusa y sus núbiles pechos, ya antes deseaba dejar que el mal venciera y la dejara dormir sin que su cabeza girara y girara en el vórtice de la demencia. Todo fue breve, como un paulatino desvanecimiento, como una modorra acumulando plomo sobre los párpados, como un final acogedor.
Un par de horas después, el hombre salió a pasear con su bolsa deportiva Adidas pasando entre el gentío que se agolpaba a la entrada del Teatro Capitol. Era sábado, la hora de la sesión vespertina que congregaba a los ciudadanos adictos al cine y al teatro. Pero él siguió caminando, alegre, canturreando algo y fumando los pitillos liados antes de salir. Antes de llegar a las puertas de la Casa de Campo, torció por la calle de las tapias de la Renfe y, en los contenedores industriales de la compañía, vertió la cabeza, el tronco y las extremidades de la chica. Después de deshizo de la bolsa en un depósito urbano para cartón y papel y telefoneó a un amigo para tomar unas jarras de cerveza en un bar del barrio que ambos conocían.