Manuel Pérez Lourido
La edad
La edad, o mejor, "una cierta edad", tal como suele etiquetarse eufemísticamente, es algo que llega inopinadamente. Como cuando vas en autobús y un timbre anuncia una parada, te fijas a ver si es la tuya y aún no lo es. Pero estás mucho más cerca de lo que creías. Ya estamos aquí, piensas, qué rápido hemos llegado.
La edad es una puñeta, siempre lo es. Siempre desearías que te alcanzase otro día, aunque fuese mañana, o mejor, pasado mañana. Y siempre lte alcanza cuando estás despistado, pensando en otras cosas. Cuando has dejado de vigilar por si la ves aparecer en el horizonte. Como si pudieses esconderte de ella, como si pudieses echarte a un lado y silbar, a ver si pasa de largo.
La edad es un lugar extraño en el que nunca estás cómodo: te sobra espacio o te falta aire. Es un traje que te queda grande pero a la vez te aprieta. A algunos les hace acordarse del sastre: no es malo descubrirse criatura cuando te has pasado media vida de espaldas a tu creador.
A la edad y a su aguijón le cantan poetas y músicos porque quieren espantar ese mal. Sílabas amargas, resignadas o desafiantes, dependiendo de cómo le pille a uno, de cómo sea uno. Se convierte en arte una herida tan antigua que los quejidos tienen solera antes de brotar.
Cuando llega la edad, "una cierta edad", el hombre se descubre ya cuajado, tramitando su experiencia como si fuese un salvoconducto para recorrer el tramo final con mayor seguridad, un recorrido que se antoja complicado y que lo es la gran mayoría de las ocasiones.
A cambio de lo irreparable, en el lugar donde habitaban lozanía, ilusión y expectativas, el hombre (o la mujer) descubre, en el mejor de los casos, una mochila de sabiduría.