José Antonio Gómez Novoa
Ventana indiscreta: El vuelo
Después de un viaje por volcanes, selvas, naturaleza y viviendo todo tipo de experiencias con gente entrañable, me dispongo a subir en el avión que durante 13 horas 50 minutos me traerá del otro lado del océano. En el asiento 7 J, encuentro una manta y una almohada diminuta que creo que están depositados con la intención de que descanse apaciblemente.
El espacio que me asignan, parece muy pequeño para mi maltrecha autonomía. Alzo la vista, muevo los dedos al aire y al acercarse la azafata le pregunto si existe alguna alternativa para ampliar la burbuja en la que me han instalado.
Permaneció indecisa un breve instante antes de inspirar profundamente e indicarme que la mejor alternativa sería Bussiness y que el avión está preparado para dar una mínima comodidad a la clase turista.
Una vez enlatados los 321 pasajeros, nos disponemos a recoger la primera comida del vuelo. Nos ofrecen pollo o macarrones con carne como alternativas, pero cuando llegan a la clase turista nos indican que se ha acabado el pollo. Abrimos la caja roja de las sorpresas. ¡Algo habrá que hacer!, para que el tiempo se vaya “evaporando”. En el recipiente rectangular anidan: un pastel tipo brazo de gitano pequeñito con una crema interior color flamingo, un bollito diminuto que quisiera pasar por pan, unas verduritas multicolores incomibles, y la pasta en una cajita de lata.
Mi estómago está preparado para asumir cualquier producto mínimamente satisfactorio, pero al abrir la caja de los macarrones un olor sulfuroso penetrante, impregnó el aire y provocó que el avión sufriera turbulencias durante un tiempo que me pareció interminable.
A las 4 horas de viaje noto como un dolor lacerante en el hígado, y mi acompañante llama al sobrecargo que decide llevarme, con la ayuda del azafato a un asiento/cama libre de la clase ejecutiva, que es el lugar desde donde escribo esta columna.