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El amor como causa de despido
Un trabajador de una empresa mantiene una de esas conversaciones de WhatsApp llenas de afecto, palabras medio escritas y emoticonos de besos/corazones con una usuaria de los servicios de esa mercantil. Nada de fotos subidas de tono, ni referencia alguna a conocerse en el sentido bíblico de la palabra. Se refleja, eso sí, alguna cita para quedar fuera del ámbito de la empresa. Digamos que el tono estaba mucho más cerca de la balada inocente que del reguetón. La empresa se entera del romance y le despide disciplinariamente de modo inmediato. ¿Estamos ante una reacción desmedida?
Si pasamos de la abstracción a lo concreto, la empresa resulta ser un colegio privado muy católico, el trabajador un profesor de la ESO de 50 años y la usuaria del servicio una alumna de 14. El panorama al lector ya le parece, seguro, bastante diferente. El caso es que la madre de la niña accede a las conversaciones, les saca una copia y acude al centro, probablemente furibunda, a pedir explicaciones. El centro le da de forma inmediata una licencia sin sueldo al profesor y cuatro días más tarde le entrega una carta de despido disciplinario por transgresión de la buena fe contractual. En la carta no se reproduce la conversación de WhatsApp (en el texto de la sentencia sí), conversación que, en cualquier caso, él no niega en ningún momento.
El asunto llega al Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, ya que el trabajador entiende que la carta fue redactada de forma ambigua y que la sanción impuesta es desproporcionada porque resulta: “retrógrado, alarmista, perverso y extremista sancionar mensajes que demuestren amor entre dos personas”. ¿El mismo reproche merece el que menosprecia, amenaza o insulta a un alumno que quién le muestra sincero afecto?
El Tribunal, al que se le nota molesto con el trabajador en el tono del texto de la sentencia, reconduce el argumento. La carta es suficiente para que el trabajador conozca el motivo que da origen a la acción disciplinaria, ya que no se debaten los hechos en sí, sino su relevancia.
El problema no es el sentimiento, sino que la relación que se teje entre profesor y alumna se crea “utilizando datos, conocimientos y relaciones obtenidas en el seno de la relación laboral, para satisfacer sus necesidades o carencias afectivas fuera de la misma, a espaldas de quienes tienen el deber de proporcionar educación, cuidado y soporte emocional a la menor hasta que alcance la mayoría de edad” (en lo de “necesidades o carencias afectivas” se evidencia el malestar de quien redactó la sentencia), “menoscabando la confianza depositada por los padres en el Centro”, lo que supone “una evidente mala fe por el profesor en el ejercicio de los deberes derivados del contrato de trabajo”.
El funcionario que pasa la sentencia al sistema informático, en un alarde de humor negro, le pone al profesor el supuesto nombre de Romeo (las sentencias publicadas suelen ocultar los nombres de las partes).
A la niña, por lo que se deduce de la sentencia, nadie le pregunta nada, ni es sometida a una evaluación de madurez. Puede que su afecto por el profesor fuese absolutamente sincero y arrebatador, o que nos encontremos con la reencarnación de Lolita, o que tuviese tantas o más necesidades o carencias afectivas de las que se le atribuyen al adulto.
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