Kabalcanty
Sobrevivientes (8)
Escogieron una noche tranquila en la que no hubiera manifestantes a la puerta de ese hospital con lo que, evidentemente, los contingentes policiales serían menores. Todos llevaban unos impermeables fabricados con cortinas del albergue, mascarillas que hallaron donde el servicio médico y unos ridículos casquetes para cubrirse las cabezas que confeccionaron a partir de bolsas de basura y unas cintas para ajustarse el plástico a sus cabezas. Estaban guarecidos tras los setos del jardín público, frente a la entrada trasera del hospital privado Ángel Redentor. K. y Clemente, los más veteranos del grupo, estaban un metro por delante de los demás hablando en voz baja sin dejar de vigilar la puerta.
— Dentro de diez minutos cambian el turno, -dijo K., sudando copiosamente bajo su gorro plástico.- será nuestro momento. Lo importante es no dejarles que den la alarma para que vengas más "polis", tendremos que emplearnos a fondo con ellos.
— Ellos o nosotros, está claro -añadió Clemente, escupiendo de medio lado.
La llovizna levantaba una humareda breve pero constante al caer en el suelo. Pasaba algún que otro auto con todas las ventanillas cerradas y acelerando cuando se enfrentaban al cordón policial.
— Joder, cuando vamos a ir por ellos -dijo Pedrote desde atrás mesándose la barba.
— ¡Calla, gilipuertas! -le dijo K., volviéndose con gesto áspero- No tardaremos ya.
— Me jode tu sangre de horchata, poetucho. -replicó el otro.
Nada más cambiar de turno, siguieron el seto del jardín hasta llegar a las tapias de la vías del tren. Los impermeables blancos eran un foco visible en la noche, aunque la lluvia les era favorable, por lo que se desplazaban en cuclillas, parapetados siempre y tratando de moverse muy sigilosamente.
— Si nos ven, la hemos cagado; ¿entendéis? -les dijo Clemente, buscando la mirada de los otros cuatro.
Cuando se acabara la tapia del tren comenzaría la parte más delicada, tendrían que ir arrastrándose hasta el pretil de hormigón que salvaguardaba las escaleras de entrada. Era lo más delicado del asalto, pues tendrían que moverse casi al descubierto tan sólo protegidos por el vaho de la lluvia. Después empezaría el asalto. Si todo salía bien, el peruano Mario tenía la antigua furgoneta del Albergue Social 548 apostada al final de la avenida a la espera de la señal de Clemente.
Todos llegaron bien al pretil. Los policías, relajados, fumaban y bromeaban diseminados en los tres últimos escalones de la entrada trasera del hospital.
Pedrote esperó a que la pareja de policías se arrimara lo justo al pretil. Les agarró a los dos por el cuello y les hizo caer del otro lado aplastándoles las caras con su puño hercúleo. Resollaba atizándoles cuando ya los policías estaban inertes.
— ¡Déjalos ya, carajón! -exclamó K., empujándole hacia un lado- No necesitamos matar a nadie, hostias.
Les desnudaron. Damián y Julián, los que más se asemejaban a las tallas de los agentes, se enfundaron en los trajes y esperaron la oportunidad para reintegrarse al pelotón de vigilancia.
— No os acerquéis a los demás hasta que nosotros no estemos encima de ellos ¿ok? -les dijo K., dándoles una palmada cariñosa en el pecho.
Pedrote iba abriendo brecha, detrás Clemente, K. y Pepe. Saltaron el antepecho en la parte más alta, casi al final de la escalinata, ayudándose del tronco de un pino reseco que humeaba de continuo. Pedrote se lanzó a una vertiginosa carrera y con los puños como parachoques envistió a los dos policías más próximos que, atónitos, sólo tuvieron tiempo a verse lanzados contra uno de los pilares que sujetaban la marquesina de la trasera del hospital. Damián y Julián habían sacado sus cachiporras y atacaban a otros dos agentes. Pepe acertó con una certera patada en los testículos cuando el policía más alejado del grupo intentaba hacer sonar la alarma. Mientras K. y Clemente, armados con sendos bisturís, desarmaban a otros dos. El resto, tres policías que permanecían en el todoterreno oficial, fueron pasto de la ira de Pedrote y acabaron maltrechos a los pies del vehículo.
— Ahora vosotros, señores agentes, nos vais a decir donde se guardan las vacunas, ¿hablo claro? -dijo Clemente, aderezando su tono de voz con una chulería que parecía impropia en él.
Pedrote dio un tremendo puntapié a uno de los que se movía todavía en el suelo.
— Me cago en vuestra puta madre. -bramó pletórico.
K. le hizo un gesto de reproche y Pedrote levantó pesadamente su manaza para pedir disculpas.
— Os habrán visto por las cámaras -dijo el policía al que retenía Clemente- Dentro de nada todos seréis hombres muertos.
Julián no lo dudó y apretó la mano de Clemente contra el cuello del policía. Cayó desplomado, sujetándose la herida como si tratara de detener la enorme hemorragia. Todos se quedaron unos instantes parados, sin querer mirar los espasmos del hombre que agonizaba a sus pies encharcado en sangre.
El policía que custodiaba K. les indicó el lugar en donde reposaban las vacunas.
— Tenemos que ser rápidos, muy rápidos. -dijo Clemente, abriendo la puerta del centro sanitario.- Entrad, yo ya doy el aviso a Mario para que vaya al muelle de carga.
Clemente hizo la seña convenida al conductor. Segundos después, cuando se daba la vuelta para entrar tras sus compañeros, apenas sintió dolor con el impacto en su cabeza, sólo una leve sacudida en su sien y cómo sentía una flojedad en sus piernas cada vez más intensa que le hizo hincarse de rodillas hasta que un sueño atroz le desplomó.
Un pelotón de policías entraba por la puerta del hospital a toda carrera. Voceaban consignas, exabruptos con los que parecían estimularse, pisoteando el cuerpo inmóvil de Clemente.