Kabalcanty
Sobrevivientes (12)
Sé que es la pregunta que nos hacemos todos una o varias o muchas veces en la vida, el interrogante que acaba desvaneciéndose en el silencio de la respuesta o la afirmación irresponsable apoyada en la casual vivencia subjetiva, sin embargo ahora, cuando la vida y la muerte están más cerca que nunca, cuando sobrevivir es una aventura inmediata que acecha la muerte en todos los rincones de lo cotidiano, ahora me pregunto insistentemente: ¿tiene sentido vivir?.
A poco que salí de la juventud supe que la vida no era igual para todos, que el dinero, su abundancia, modificaba el sendero a recorrer y que no disfrutaría de todo lo que la vida me ofrecía porque para ganar un sueldo miserable tenía que trabajar doce o catorce horas para malvivir pagando impuestos, luz, agua, gas, comida y una casa, pequeña y llena de incomodidades. Antes me había enamorado y ese sentimiento allanó todos esos impedimentos que sólo la experiencia te hacen reconocer como verdaderos obstáculos para adentrarte en el camino de la felicidad. "Contigo pan y cebolla", decía mi madre y luego le entraba una risa nerviosa que no comprendí hasta que el amor que concebí como eterno se marchitó entre jornadas laborales y apreturas económicas a fin de mes.
Ella llegaba reventada de trabajar lo mismo que yo; llegábamos tarde, anochecido, desganados, pensando que cuando llegara el día que libráramos disfrutaríamos de una jornada espléndida, para nosotros solos........... única. Pero, exceptuando los dos primeros años de matrimonio, nunca ocurrió así. Los días de asueto los empleábamos en comprar alimentos y demás productos que no teníamos tiempo adquirir en el resto de los días. La rutina es tan voraz como pausada y acaba royendo la más firme de las voluntades. Ella murió un martes de primavera así cómo lo decidió La Epidhemia, esta especie de "limpieza" en una ciudad donde ya éramos muchos los necesitados.
Ahora escribo mientras bebo sin parar en este bar de mala muerte que lo regenta un chino mugriento cuya existencia no va más allá de cobrarnos barato este vino químico a cambio de sobrevivir miserablemente. Duerme en el local, cuando cierra a las tantas de la noche, y se alimenta de las pocas sobras de arroz con carne pastosa y llena de hebras (el plato único que sirve desde un enorme y pringoso perolo de acero inoxidable que humea invariablemente a su lado tras la barra) que se deja la clientela cutre y pordiosera. ¿Tiene sentido la vida de este chino mísero? Probablemente no se pregunte nada, me digo mirando su tez flaca, amarillenta, en donde sobresalen dos ojillos vivarachos de roedor escudriñando las manos que le alargan las monedas para abonar la consumición.
Escribir me acompaña desde hace años, pero sólo desde que murió ella le encuentro un sentido más arraigado en mí. Sé que nadie leerá estas hojas que escribo por las tardes, mientras los vasos de vino me permiten tener un mínimo de temple, que nadie pagará por estos folios arrugados que amaso en una caja de metal donde antes guardaba mi ropa de trabajo, y esa libertad, acompañada de mi desprecio por seguir viviendo, hace un hueco y me distrae. De lo contrario sería un borracho pelmazo que gritaría maldiciones contra el cielo o la emprendería a golpes contra el primero que me mirara con desprecio. Escribir me hace saber lo que pienso, esforzarme por encontrar ese sedimento podrido que hiede dentro de la chola y que se me agolpa en la boca como un gargajo. Me envalentona para darle vueltas a las cosas y mirarlas a través de la tinta garabateada en el papel. No pienso en la posteridad y menos con este entorno acabado que sólo subsiste por un mero instinto primario de conservación que no va más allá de un día quizás. Estiro mis hojas sobre estos bidones a modo de mesas que propone el chino y dejo vagar a mi mente en busca de lo que bulle en mi mollera.
A mi alrededor sólo hay indiferencia, borrachos como yo que se amodorran en una esquina del bareto con la colilla de su tabaco liado entre los labios o impenitentes salvadores del mundo que tratan de encontrar aliados para su cruzada inútil. Unos y otros buscando su forma de morir y evitando la pregunta de marras en este tiempo en el cual los poderosos, los dueños del dinero, nos han arrinconado por fin en un gueto para que perezcamos entre nuestra propia miseria. "¿Tiene sentido la vida?", se preguntará el último filántropo mientras ve cómo su cuerpo se desgaja en una erupción que arrugará su piel y secará su corazón hasta pararse. Se quedará tirado en su casa podrida, en una calle humedecido por la lluvia que humeará sobre el pingajo de su cuerpo o en la morgue inmunda de un hospital rodeado de semejantes desecados. La esperanza se ha convertido en una forma de morir que resista más que el semejante más próximo, un aguante estéril cuya meta es pasado mañana y no hoy.
No soy creyente, y pocos lo son ya por aquí, de lo contrario tal vez esperaría la redención después de la muerte, la paz después del sufrimiento. Ni lo espero ni lo creo en un mundo en donde tengo la fundada sospecha que nosotros, los pobres, estamos aquí de relleno para que los pudientes, los poderosos, "los inmunizados" como se les llama en esta ciudad, den sentido a sus vidas. Pero tampoco soy ningún sindicalista ni ningún político puro ni agitador social que crea en la magnificencia del proletariado, soy un tipo mediocre, cansado, que escribe estas idioteces por acompañarse y no fenecer de asco antes que por La Epidhemia. Si alguien tuviera la mala suerte de encontrar estos papeles y la peor suerte de leerlos, que no haga caso alguno porque, después de todo, es más que probable que mi cuerpo se esté pudriendo y que de mi alma no se tienen noticias desde hace más de sesenta años.