Kabalcanty
Sobrevivientes (19)
— Es un nombre raro llamarse K.
Había muy poca diferencia en la luz de la ciudad entre el día y la noche. Tan sólo al amanecer, que es lo que ocurría en ese instante, los nubarrones dejaban entrever rojizos destellos entre sus fisuras, la luz solar enviaba sus rayos y se topaba con la losa acerada que manaba ese agua turbia con olor a fósforo. A través de la ventana del comedor del Albergue Social 548 la lluvia se aclaraba en tonos cobrizos como si se tratase de una cabellera volátil que se fuera destiñendo en el suelo. Grupúsculos de manifestantes se iban arremolinando frente al Hospital Oeste, silenciosos de momento, ataviados con impermeables similares mientras policías y militares iban llegando para fortalecer la vigilancia.
El viejo K. frente a Rosa, sentado sobre una silla sin respaldo, se limpiaba con alcohol las heridas de sus cejas y, sobre todo, de su boca con el sombrero de paja puesto. Nada más que ella le ayudó a levantarse en la calle, le pidió encarecidamente que le buscara el sombrero con tal vehemencia que podría decirse que se trataba de una parte de su cuerpo perdida. Se atusó el escaso cabello con un par de pasadas con las manos y se colocó el deteriorado sombrero de paja, con disimulada coquetería, ya sin abandonar su cabeza en ningún momento.
— ¿Ha leído usted algo de Franz Kafka? -le preguntó a Rosa mientras se limpiaba de sangre su níveo bigote.
— No, nunca fui una gran lectora -dijo ella, pasándole una torunda para que se la aplicase en la encía.
— K. en un simple homenaje a ese autor que venero -dijo él, torciendo su arrugado rostro al contacto con la torunda- El único capricho que le queda a este hombre de setenta y cuatro años es este nombre postizo.
Trató de sonreír cruzando una mirada con ella.
Rosa se había puesto una vieja camisa de cuadros y un pantalón de faena que encontró en una de las taquillas del vestuario del Albergue. Estaba chorreando de agua e instada por K. se puso esa ropa limpia y se secó adecuadamente.
Él no presentaba heridas de gravedad pero tenía todo el cuerpo magullado con especial incidencia en el rostro en concreto en su boca. Sin embargo no le dolían los golpes que le propinó Pedrote en comparación con la traición de llevarse las vacunas. "¡Hijo de la gran puta, cómo pude confiar en ese tipo!", se lamentaba una y otra vez haciendo un inciso en el relato de los hechos que contó a Rosa.
— Nos estamos volviendo locos con las puñeteras vacunas -dijo ella, ajustándose la goma de la coleta.
— Este capitalismo salvaje, camuflado entre tantas siglas y demagogias, es el que nos mata, Rosa. -K. le tomó inesperadamente una mano a ella y sacudió la cabeza estirando una sonrisa que le producía dolor en la boca- Pero muchas gracias, amiga, por salvar a este pobre montón de años de morir en la calle; eso vale por cientos de miles de mercantilistas.
Rosa retiró su mano con brusquedad y se separó un poco de la silla.
— Perdón si la he molestado.
— No, no eso -contestó ella, tornando su gesto en una mueca solemne y distante- Estoy contagiada K. y no sabemos bien cómo se propaga la enfermedad.
Él le señaló su gastada cazadora para que se la acercara. Buscó en uno de los bolsillos interiores y sacó una pequeña lata de cigarrillos.
— Si usted supiera con qué hago estos pitillos -dijo él, dando varios toques verticales al cigarrillo para apelmazarlo y después prenderlo con parsimonia.
Dio la primera calada con deleite, reconcentrado en acaparar el humo y soltarlo con delicadeza, para luego fijarse en cómo el agua de la lluvia penetraba en la estancia por debajo de la puerta.
— Mire, amiga Rosa, soy un viejo que perdió todo en la vida por desear vivir mis ilusiones sin tasa, por amar la libertad de cada cual al límite. -comenzó a decir buscando el rostro de ella- No creo que viva ya mucho más y menos ahora con esta peste prefabricada por lo tanto si tiene que ser usted la que al final me contagie estaré entre los que considero afortunados. Un ángel que me ha salvado de la muerte tiene mi permiso para quitarme de en medio cuando lo considere oportuno. ¡Déjese de gaitas conmigo y siéntese aquí, a mi lado!
Ella sonrió al final de las palabras del anciano y se fue a sentar frente a él a preparar otra torunda.
— Es usted un seductor, señor K. -añadió Rosa, moviendo la cabeza con aserción.
Poco más de media hora después llegaron ellos. Entraron violentamente, descerrajando la puerta y haciéndola añicos. Los doce iban vestidos todos de blanco, unos monos livianos y amplios, y unas mascarillas ergonómicas que les cubrían totalmente cabeza y cuello. Hasta su objetivo (Rosa y K.) dejaron un reguero de agua que pisoteaban marcialmente con sus botas de media caña. Actuaron acompasadamente, con una coordinación propia de máquinas, introduciendo sin delicadeza alguna los cuerpos de su objetivo en sendas bolsas de plástico opacas. Acto seguido, después de que cuatro de ellos inspeccionaran sin minuciosidad el Albergue Social 548, sacaron embolsados a Rosa y a K., mudos de estupefacción, hasta un jeep blindado que esperaba a la puerta y con el motor en marcha. Sobre la cortina de humo del tubo de escape del vehículo gotas de lluvia sesgada caían como alfileres sobre el pavimento graso. Metieron las bolsas entre cuatro de ellos en la parte de atrás, cerraron el portón con aspereza y, a la señal briosa de uno de ellos, el jeep se puso en movimiento. En pocos segundos, acelerando a fondo, el vehículo se perdió entre la grisea mañana mientras el gastado sombrero de paja de K. se empapaba a la puerta del Albergue. Los resquicios rojizos entre los nubarrones ahora eran pequeñas cicatrices que fragmentaban un cielo que parecía roto.