Kabalcanty
Sobrevivientes (26)
Me gusta vagar por la ciudad cuando la grisura del día se convierte definitivamente en noche cerrada, aunque no sean más que las cinco de la tarde. Estas nubes de plomo descargando su agua rancia procuran que la oscuridad sea pronta y que las pobres gentes que vivimos en este lado nos guarezcamos en nuestras casas más pronto que tarde. Sólo los borrachos y los más desesperados, como lo soy yo, andamos dando tumbos en la larga noche buscando razones para atormentarnos aún más, bien bebiendo como locos o bien gritando proclamas apocalípticas como lo hacen esos voceros a las puertas de los templos vacíos.
Salgo de mi casa, el apestoso lugar donde el orden y la higiene están desterrados, y camino sin tener ruta. Siempre tropiezo con alguien que, tirado en el suelo, retoza con su melopea o con su agonía. Hay tanta gente que muere en las calles como puñeteras ratas de cloaca que sería ingente confeccionar una estadística fiable si se tuvieran en cuenta estos fallecimientos. En este lado, el lado de los infectados, el lado de los proscritos por La Epidhemia, morir es más natural que nacer, ya que nacer es una aventura en la que casi nadie se embarca en esta zona infecta.
He ido comprobando en mis paseos nocturnos, siempre acabados en el garito del jodido chino donde bebo ginebra hasta que veo esa claridad impostada que anuncia un día más, que hace unas semanas unos tipos vestidos con unos trajes de trabajo blancos y unas aparatosas mascarillas que les cubren casi todo el rostro se llevan a los cadáveres metiéndoles en unas bolsas de plástico. Los depositan en un vehículo acorazado y se los llevan a toda marcha. He observado que siempre lo hacen de madrugada, como a hurtadillas, y que manejan los bultos humanos sin delicadeza alguna, así como si se tratase de sacos terreros (manejaba yo mismo con más aprecio las garrafas de agua mineral que repartía a domicilio en esos tiempos en los que todavía tenía un trabajo). Apenas hablan entre ellos, embutidos en una dinámica maquinal, dedicados a su tarea con una fijación que, tengo que confesar, me hizo hasta temerles en las primeras noches que les vi en acción. Se me asemejaron androides programados para llevar a cabo una limpieza humana en profundidad.
Esto último lo digo con razón de causa pues, creo, que no sólo se llevan a los muertos, sino que embolsan también a vivos para llevarlos al mismísimo infierno.
Paseaba por la Avenida Constitucional envuelto en la misma soledad que de costumbre, sin nadie con quien cruzarse, sin animal volando o caminando, tan sólo el sonido de mis pasos o la luz lejana de una fogata vibrando tras una ventana, entonces vi aparcado ese coche de descomunal maletero y ruedas anchas frente al Albergue Social 548. Me metí al resguardo del primer portal que me vino a mano para vigilar lo que pasaba. Al cabo de unos diez o quince minutos vi que sacaban dos bolsas, idénticas a las de costumbre, pero esta vez dentro de ellas los "cadaveres" se movían como si estuviesen vivos. Los lanzaron al maletero, con la misma brutalidad, y fue entonces, justo antes que se cerrara la puerta del coche, cuando escuché ese "socorro" en una voz de mujer. No tuve ninguna duda al escuchar el grito femenino en que dentro de las bolsas había gente viva. Luego se fueron a toda mecha dejando en el suelo un sombrero de paja viejo, el cual cogí del suelo y me lo coloqué en la cabeza como un fetiche para que no se me olvidara el destino de esos dos seres humanos.
En el bareto del chino, donde voy asiduamente, noches después, compartí borrachera con un viejo buhonero que se dedicaba, antes de la cuarta crisis económica, a vender baratijas varias por los bares y cafeterías. Se colgaba una bandeja de madera del cuello y ofrecía sus fruslerías a los parroquianos acercándose a las mesas o a las barras. Pues bien, este viejo alcahuete me contó, entre vaivenes de una cabeza con ojos pitarrosos, boca desdentada y aliento a vino agrio, que también se llevan a vivos esos "tipos impolutos y jetudos" como él mismo había visto en el último mes.
— Los vi meterles sin contemplaciones en los sacos -me dijo el viejo, sujetando la cogorza como podía- y hasta pude saber adónde carajo los llevan.
Eso activó mi máxima curiosidad e insistí en que me contara dónde era. Bien es cierto que le tuve que pagar otra botella de vino venenoso que terminaría por dejarle tumbado encima de la mesa.
— Los llevan a un cementerio nuclear -dijo hipando- Los viernes suelo ir a la zona despoblada, la más al sur, la zona irrespirable y apestosa junto a la Autovía 340; encuentro entre los escombros y casas deshabitadas cosas que puedo revender, trastos que ahora en esta zona es imposible comprar. Fue un barrio de obreros cualificados que tuvieron que despoblar al comienzo de La Epidhemia por la rápida propagación vírica en el barrio. Un puto desastre, compañero. Como te digo, suelo ir allá los viernes, de tapadillo, camuflado entre montones de ruinas, y un día de esos lo vi. Tienen construido un alto murallón pero vi entrar el coche de los tipos impolutos y jetudos. Sí, señor, lo vi. Pero de todo esto ni una palabra a nadie, compañero. Te lo cuento a ti por la generosidad de esta botella -dijo señalando la botella que le pagué- y porque somos compañeros en esta puta mierda de vida que nos ha quedao.
Un hombre como yo al que ya le importa poco vivir, sin esperanzas y sin destino, ha hallado una razón para seguir transitando las noches sin necesidad de embotarse la cabeza de ginebra venenosa. Acaso sea una razón quijotesca, una empresa demasiado grande para un tipo insignificante, acaso una obsesión a la que me agarro para dar sentido a mis noches errantes, sin embargo el viejo buhonero me acabó por embelesar con su confidencia de beodo. Buscaré ese cementerio nuclear desde la necesidad de responder a la pregunta de seguir viviendo y proclamar a los cuatro vientos este proceso de aniquilación apodado como Epidhemia. No me importa cuál sea el precio que tenga que pagar, ni siquiera mi propia vida supondría una pérdida, sólo deseo llegar al meollo que dé sentido a esta sobrevivencia angustiosa cuyo único fin es, precisamente, hacer de toda esta zona de la ciudad un extenso cementerio. También a ella, a la que fue mi mujer, se lo debo y, con el arresto que todavía me queda y mi odio intacto, se lo pagaré.