Kabalcanty
Sobrevivientes (31)
Entrada la mañana el firmamento había cambiado su fisonomía después de casi un año de grisura. Las nubes apretadas en un muro sombrío parecían haber desaparecido para extenderse en un brochazo casi negro como si amenazara tormenta estival. Cuando se abarcaba el horizonte, podía escudriñarse un reflejo metalizado en el cielo que podía imaginarse como plancha que estrujaba la ciudad. La quietud en las alturas imponía una asfixia que apenas dejaba hueco entre tierra y firmamento, un paulatino descenso que terminaría aplastando sin piedad a los de abajo.
La lluvia, aunque no dejó de ser leve y continuada, ganó en espesor y las gotas fueron adquiriendo, a medida que la intuición de la claridad se reflejaba en los relojes de los ciudadanos, una forma puntiaguda que ya no sólo calentaba desagradablemente la piel sino que la aguijoneaba como si llovieran alfileres. Si la zona infectada del sur de la ciudad padecía desasosiego y desesperación, el agravamiento meteorológico fue otro acicate más para avivar la oscuridad del futuro.
Los dos hombres dejaron hacía rato los aledaños de la autovía para adentrarse en las callejas de la ciudad. Avanzaban uno apoyado en el otro: el del raido sombrero de paja, cojeando y con la espalda vencida, el otro, más corpulento, con el cabello rizoso y alborotado, inclinado para equilibrar el peso. Jesús había cortado su impermeable por la mitad y guarecía los hombros de K. de la llovizna. Eran dos lamentables figuras moviéndose bajo la amenaza lóbrega que componía el cielo.
— O me falla la vista -dijo K., guiñando los ojos a lo alto- o está más oscuro que de costumbre.
Jesús asintió varias veces antes de contestar.
— Y las gotas parecen clavos ardiendo, mira.
Le enseñó algunas de las incisiones de la manga que quedaba libre de su impermeable.
— ¿Quién acabará antes con nosotros: el jodido tiempo o la puta Epidhemia? -añadió Jesús, tratando de dar alguna jocosidad a la situación- A mí La Epidhemia, abuelo, no me pilla porque después de todo lo que me expuesto y nada de nada, pero tú, medio pocho y con la pila de años que tendrás, ya estás medio en camino.
K. le soslayó haciendo un gesto de dolor al mover el cuello.
— Tus ánimos levantan a un muerto, colega samaritano.
Una pesada humareda en la lejanía les hizo detenerse y acomodarse sobre un bolardo en la acera. Vieron dos o tres helicópteros entre el humo y unos drones sobrevolando en la distancia. Asemejaba que la negrura del humo la absorbía con agrado el cielo confundiéndose la línea del horizonte en parapeto bruno.
— El humo viene del Barrio Sur -dijo Jesús, adivinando la confusión de la lontananza- y parece que ha sido una gorda.
— Tal vez el Hospital -mencionó K., respirando entrecortadamente y con ambas manos sobre el pantalón renegrido.
— Pero sigamos, no vaya a ser que haya movida de polizontes y la tomen con nosotros. -dijo Jesús, ayudando a incorporarse al otro.
— Es que la facha de sospechosos que tenemos es para encerrarnos tres años y un día y luego preguntar.
Apuntó K. mientras se levantaba del bolardo.
Se adentraron aún más en la ciudad en dirección al Hospital Oeste. Tomaron la Avenida de La Industria y fueron pasando las casuchas del barrio de absorción de la década de los sesenta. Conversaban brevemente de cosas intranscendentes probando la socarronería de uno y de otro; cualquiera que les hubiese escuchado afirmaría que eran dos buenos amigos guasones que regresaban de una farra algo accidentada.
— Y pensar que voy con el menda al que le guardé el gorro.
— Calla, gorrón.
Y reían como si fuese una necesidad olvidada.
Antes de salir del barrio de absorción, en el instante que K. mencionaba la proximidad del Albergue Social 548, su última morada, como él la calificó, se encontraron en el chaflán de una calle con una pareja que se equiparaba mucho a la que formaban ellos dos. El hombre estaba en una desvencijada silla de ruedas con la cabeza ladeada y un gesto dolorido; ella se apoyaba en el manillar y escondía el rostro como en busca de resuello. La mujer llevaba un uniforme de enfermera sucio y ensangrentado y el cabello revuelto que le caía sobre los hombros como un desperdicio; él, al filo de una bata en las mismas condiciones que la mujer, llevaba un pantalón oscuro y roto en una rodilla por la que supuraba sangre entre un vendaje maltrecho.
Se acercaron a la pareja, lo que sorprendió a estos de manera exorbitante.
— Tranquilos, tranquilos -dijo Jesús, poniendo pacificadora su mano libre.
El hombre quiso hablar pero el dolor le enmudeció.
— Si, necesitamos ayuda -dijo la mujer con extenuación- Creo que somos los únicos supervivientes del bombardeo al Hospital Sur. Este es el doctor Fernando Amedo y yo soy la enfermera Genoveva Casals. Queremos llegar al Hospital Oeste para que atiendan al doctor que tiene fracturada la rodilla. ¡Ha sido horrible!
La mujer se echó a llorar.
Jesús dejó apoyado a K. sobre la pared de la calle y se acercó a la enfermera Genoveva.
— Fueron los mismos militares los que nos bombardearon -dijo ella hipando y fuera de control, golpeando el pecho de Jesús para descargar su tensión- Han destrozado el edificio y han matado a todos, a todossssssssssss.......... ¡¡Hijos de Satanás!!..... Encontré entre los escombros al doctor y esta silla para escapar antes que nos descubrieran.......y nos remataran como vi que hicieron con algunos que todavía vivían. Ha sido un asesinado.......un asesinato...... un asesinato.
K. se retrepó sobre la pared y chascó los labios antes de decir.
— Pues no creo que sea buena idea ir al Hospital Oeste. En cuanto los localicen irán a por ustedes....... y más a por el doctor Amedo al que no le tienen que tener mucha simpatía. He oído hablar bien de él a gente......... con posibilidades de contagio.
Genoveva miró a Jesús y luego a K.
Amedo dijo algo entre dientes: "Tiene razón...... tiene razón."
Había perdido sus gafas y se veían sus ojos miopes más enrojecidos que nunca. Su cabello, mechado de canas, se aplastaba en un lado de su cabeza apelmazado de sangre y suciedad. Ahora ya no parecía un hombre de edad indefinida: estaba muy avejentado, gastado, le pesaba la vida como un dolor que le subía de la rodilla hasta explotar en su cerebro.
— Pero usted necesita que le evalúen esa rodilla, doctor. -dijo Genoveva.
Amedo negó despaciosamente con la cabeza.
— Mi casa es una pocilga -dijo Jesús, tomando las manos de la enfermera- pero una pocilga segura y desmilitarizada. Yo llevaré la silla, tú deja que se apoye el abuelo en ti; no pesa nada: es un saco de huesos con sombrero.