Kabalcanty
Sobrevivientes 33
Salí de casa ya anochecido acompañado de mi inseparable linterna en el bolsillo del impermeable. Sin duda, los últimos acontecimientos me hacían sentirme mejor que en los tiempos pasados. Ya no me sentía solo, mis nuevos compañeros compartían un mismo objetivo que yo y eso me permitía elucubrar un futuro en el que anteriormente ya no creía. Estaba anhelante, ansioso, por beber las horas y compartirlas con ellos. Si hay algo en la vida que le da sentido, es la buena compañía, ese sentimiento eufórico me hacía caminar con soltura, rejuvenecido, esperanzado. La desolación que veía en la calle a cada paso parecía afectarme menos y comenzaba a creer firmemente que era posible una solución.
Me dirigía a casa del doctor Amedo para darle noticias a Carmen, su mujer, y tranquilizarla sobre el estado de salud de su marido que, aunque con la rodilla maltrecha, no corría peligro su vida, según nos dijo Genoveva tras examinarle en mi casa. Allí les dejé a los tres aseándose, dentro de las posibilidades que ofrece mi modesta vivienda, y entablillando y vendando la rodilla del doctor. Antes bajé a casa de Benita, la vecina del 1º C, para que me dejara telefonear a Carmen y pedirle unas vendas y yodo. Mi llamada fue infructuosa, aunque insistí varias veces, pero sí pude solucionar, gracias a mi vecina, el elemental material sanitario. Benita es una mujer discreta a la que mi mujer y yo conocíamos desde que nos mudamos a este piso y nos profesaba una amistad maternal que acrecentó desde que ella murió. Tenía más de ochenta años y una soltería que llevaba a gala. Muy flemática, decía cada dos por tres :"¿Miedo a la jodia Epidhemia? A mí me partirá el último rayo que caiga desde este cielo podrio".
No había andado un par de manzanas, antes de salir a la Plaza de La República, cuando percibí un ajetreo en las calles que salía de lo habitual. Yo estaba más que acostumbrado a patear las aceras y ese despliegue militar era, sin duda, extraordinario. Vehículos militares, patrullas de soldados a pie y drones a vuelo bajo iban configurando las calles a medida que avanzaba. En todas las confluencias de las calles que daban a la Plaza de La República había un control militar. Los vi desde lejos, desde el esquinazo del Albergue Social, y reduje mi paso para hacerlo paseo tranquilo comprobando mi documentación en el bolsillo interior de mi impermeable.
Los militares verificaron detenidamente mi identificación y me dejaron el paso franco para tomar la Avenida Constitucional.
— ¿Pasa algo en el barrio?
Me lancé a preguntarles, una vez que pasé la inspección.
Los militares me miraron apenas unos segundos para apremiarme a que siguiera mi camino sin estorbar.
— ¡Siga, vamos!
Más adelante recordé las palabras del abuelo K. "... y más a por el doctor Amedo al que no le tienen que tener mucha simpatía. He oído hablar bien de él a gente... con posibilidades de contagio." ¿Sería tan importante para ellos ese médico?, me dije comenzando a preocuparme.
El barrio donde vivía el doctor Amedo era un lugar señorial con bloques de diez o doce plantas que hacían pequeñas comunidades en derredor donde se ubicaban piscinas, campos de pádel y zonas ajardinadas. Estaban edificados sobre anchas avenidas de cuidado mobiliario urbano y árboles de tronco fino. Eso había sido antes de todo porque La Epidhemia tornó el esplendor de esa barriada de clase media acomodada en ruina y abandono. A mi alrededor todo era soledad: montoneras de hojas secas, negras y pastosas, se amontonaban en rincones y entradas a los portales, jirones de toldos ondeando en las terrazas, cristales rotos, árboles vencidos, asfalto cuarteado por el que asomaban los hierbajos, piscinas verdosas o pistas de pádel ruinosas con la impronta de la raya blanca en diseminados cascotes. Lo de valor, lo que podía ser vendido o utilizado para cualquier cosa por elaborada que fuese, ya no estaba, y se veían soportes, anclajes o alfeizares destrozados y retorcidos sin sentido de existencia. Diríase un puñetero barrio fantasma en el que la humanidad desertó tiempo ha.
Utilicé mi linterna para subir a pie hasta el quinto piso (los ascensores estaban destripados, robado todo lo que pudiera servir al estraperlo, y el portero automático era un hueco en la pared con una pelambrera de cables finos) sin encontrarme alma alguna. Llamé a la puerta insistentemente golpeando con los nudillos. Lo intenté varias veces y hasta puse la oreja sobre la puerta para intentar escuchar algo que me diera una esperanza de encontrar a la esposa del doctor. Insistí en otras puertas del bloque y sólo el eco de mis nudillos sobre la madera resonaba inútil.
Siendo noche cerrada, salí de aquel barrio desierto.
El leve reflejo de las luces en el centro de la ciudad me guiaban y en esto tenía cierta ventaja que no me acompañó en el camino de ida. También contaba con mi experiencia en vagabundear la ciudad, en perderme por los entresijos de las calles para entretener mi ociosidad y mi falta de incentivos. La negrura del cielo en la noche casi asustaba, parecía pétreo, indestructible, una mole que asemejaba oprimir. Veía la lluvia tamizar el horizonte y me bajaba la capucha del impermeable para protegerme el rostro de los alfilerazos de las gotas.
Fui pensando por el camino en lo qué debíamos hacer de ahora en adelante. Es como si de sopetón tuviera una familia y mi responsabilidad, como la persona que se encontraba en el mejor estado físico, era velar por su unidad y sobrevivencia. En lo más interno de mí eso me acercaba a ser un hombre medianamente feliz, feliz si consideraba cómo me encontraba veinticuatro horas antes. Recordé al viejo vendedor de baratijas que encontré en el bareto del chino y me congratulé con haberme topado con él. El sentido de la vida se encuentra en lo insospechado, me dije, mientras apretaba el paso y se acrecentaba el barullo militar en el centro de la ciudad. Dejaba de pesarme el pasado junto a mi esposa fallecida, un pasado anodino, un pasado como tantos otros, y me sentía inmerso en mi nueva vida, en la novedad.