Kabalcanty
Sabato pomeriggio
Faltaban pocos meses para que el dictador Franco muriera cuando dejé a mis amigos, como tantas veces en tantos sábados, a las puertas de la discoteca. Tomé la calle Princesa y empalmé con la Gran Vía (entonces avenida de José Antonio). No había tanto tráfico como ahora ni tanta gente ni tanta contaminación; había miedo al futuro inmediato, ramplonería y sumisión, silencio impuesto. Los cines exhibían el mundo americano en carteles pintados a mano; tiendas engalanadas para que admiraran los pobres lo que no podían comprar; en el subterráneo Los Sótanos las pinballs destellaban junto a tableros de ping-pong con luz oscura y tapetes en mesas de billar requemadas por las colillas de los cigarrillos; en la administración de lotería de Doña Manolita se vendía suerte equitativa o en Sepu se vendían telas, juguetes o trastos de cocina imitando los lujos de los pudientes. Justo enfrente de estos almacenes estaba Espasa-Calpe (hoy Casa del Libro), al lugar donde me encaminaba esa tarde de sábado.
Nada más entrar por su puerta acristalada notaba el olor a libro, el sabor en el aire de las hojas impresas que dormían en las estanterías de madera maciza hasta que alguna mano despertara su sueño bien para cambiarle de vida, bien para sobarlo un rato y volverlo a su estado de hibernación. Descorrías los anaqueles movibles y encontrabas otros con más libros; ese vaivén quebraba el silencio del lugar para surtirlo con una música que salía de los ruedines surcando el carril metálico; apenas escuchabas ese armónico rozamiento porque parecía el latido de la librería.
Habitualmente yo iba a la sección donde se colocaban los tomos de bolsillo de la colección Austral, los más económicos. Tal vez comprara alguno, pero mi monomanía era abrir el libro para leer su contraportada. Allí sabía del autor, de sus otros libros, y de lo que trataba el que tenía entre las manos. Absorbía su olor a papel barato, con mucho cuidado para no despegar el lomo del grueso de las hojas, y memorizaba el contenido de la breve reseña. Mis dedos, hinchados y enrojecidos ya por el trabajo físico con el que ayudaba a mi familia, se movían delicados entre las bastas hojas color crudo. A veces pensaba que en ese mismo instante, deslizándose entre mis manos las páginas del libro, mis amigos en la discoteca estarían dejando caer sus dedos, disimuladamente, por el cuello o por el comienzo de la espalda de cualquier chica, o, incluso, robando un beso pubescente. Era sólo un instante, luego apretaba el libro, ya cerrado, y lo dejaba en su nido para coger otro de Baroja, Unamuno, Valle-Inclán o Buero Vallejo. Con ellos aprendí a discernir entre Literatura y narrativa desechable, entre el sí y el no literario. Aprendí a amar los libros cómo fetiche y cómo contenido, perdiendo y ganando el tiempo entre estanterías y silencios alrededor de personas de otra entidad a las que conocía comúnmente. En ocasiones cruzábamos nuestras miradas tímidas y nos mandábamos mensajes subliminales envueltos en tinta y tapas de cartón. Los más jóvenes, adolescentes como yo, no era parroquia habitual en Espasa-Calpe y menos hallarlos solos, pero cuando, ocasionalmente, nos encontrábamos parecíamos enorgullecernos, esbozando una sonrisa imperceptible que nos engrandecía el rostro, por pertenecer a ese grupo de raros por escasos.
Al anochecer me iba, dejaba el que fue el barrio de mi niñez para largarme en el metro a un barrio modesto de pisos modernos en el sur de la ciudad. Me llevaba un libro, a lo sumo dos, teniendo una sensación de posesión del genio literario que llevaba bajo el brazo. Lo veía alojarse ya en la estantería de mi habitación engordando mi modesta biblioteca de tomos de bolsillo. Sentía cómo se expandiría la sabiduría del escritor, en forma de un soplo de cristales cromáticos que entrarían por mi nariz o mi boca entreabierta, por mi cuarto mientras dormía y despertar repleto de fe en lo que escribiría la tarde siguiente después de regresar del trabajo. Soñaba lo que me obsesionaba por el día y creía acaparar los sábados por la tarde en aquella librería.
— ¿Habrás conocido a alguna chica? -me preguntaba mi madre, luego, mientras cenaba.
— Son amigas y amigos. -le contestaba yo, imaginándome los personajes que me esperaban dentro del libro o libros comprados ese sábado.
— Ah ya, amigas -solía añadir mi madre, sonriendo para sí con comprensión mientras en el aparato de televisión sonaba alguna canción de moda en el programa "Esta noche.....fiesta".