Luis López Rodríguez
Pintadas
Le irritaba un poco que hablaran del suyo como un proceso kafkiano. No, se decía, en El proceso de Kafka no podemos afirmar que Josef K. sea inocente o culpable, principalmente porque en ningún momento se nos aclara de qué se le acusa. Además, al final de la novela el propio Josef K. tal vez sugestionado por la paranoia que supone el proceso, o tal vez no, siente que es culpable y que debería ser él mismo quien acabe con su vida. Es la falta de respuestas sostenida a lo largo de todo el relato y la ambigüedad final lo que la convierte en una novela extraordinaria.
Su caso, aunque también esperpéntico, era distinto; se le acusaba de terrorismo sin haber roto un plato, así que, más que a El proceso, su historia se parecía a la de Gerry Conlon, aunque tampoco.
Había pasado 16 meses encerrado en régimen FIES (el más estricto, reservado a los delincuentes más peligrosos) por un delito que no había cometido. Durante aquellos 16 meses le habían cambiado de centro en cinco ocasiones, se le intervenía la correspondencia, se le prohibía tener más de dos prendas de vestir, se anotaban sus movimientos, sus lecturas, sus paseos, algo que no había llegado a entender en todo aquel tiempo, pues aunque hubiera sido el autor material de los hechos que se le imputaban, no podía entender cómo se podía someter a un régimen tan estricto a una persona que no había matado ni pretendido matar a nadie. En eso su historia sí difería bastante de la de Conlon.
Toda la investigación había sido un desastre, o más bien, una chapuza. Se les acusaba (a él y un grupo de amigos) de haber quemado varios cajeros. Se les había relacionado con los destrozos a través de una pintada realizada en una de las entidades un par de semanas antes del suceso, y por sus comentarios en redes llamando al boicot contra los bancos. Podía entender que eso los convirtiese en sospechosos, pero ir más allá sólo podía ser un exceso.
La acusación por terrorismo era un invento aun más estrafalario. Dada su ideología anarquista, se daba por hecho que habían llevado a cabo una serie de acciones destinadas a subvertir el orden constitucional. A partir de ahí había pasado de ser un joven que compartía música hardcore y proclamas políticas con sus amigos, a uno de los delincuentes más peligrosos del país para el que se pedían 35 años de cárcel.
Hacia el final de la instrucción la jueza que lleva el caso decidió excarcelarlo. No se lo esperaba, pero en ese momento intuyó por dónde irían los tiros. Comprendió que, al menos, su historia y la de Gerry Conlon se separaban definitivamente; sería absuelto o condenado por un delito menor para justificar el tiempo que había pasado privado de libertad.
Acertó de pleno. Dada la fragilidad de las pruebas y de los argumentos para mantener la acusación por terrorismo, ahora la jueza pide para él dos años de cárcel al entender que algunos de los mensajes compartidos en redes pueden ensalzar el terrorismo.
El paso por la cárcel, sin duda, ha sido lo peor, pero con la última acusación entiende mejor la dimensión del problema.