Beatriz Suárez-Vence Castro
Verde entre grises
(para Giordano Lugaresi y Jesús Agrelo,
grandes padres, lectores y amigos)
La tarde va dejando paso a la noche de un miércoles más saliendo del trabajo. Mi perra y yo volvemos a casa por el camino habitual.
Un hombre nos adelanta a paso rápido. Muy rápido. Deja una estela de olor cuando prácticamente se cruza con nosotras y las dos levantamos la cabeza para mirarle.
No lleva abrigo; solo una chaqueta de chándal y unos pantalones verdes. En una de las manos lleva una bolsa de supermercado.
Mi mentalidad burguesa y prejuiciosa pone en marcha su engranaje y enseguida cree adivinar el contenido de la bolsa: una botella de vino. ¿Qué otra cosa podría ser? Hasta que el objeto que lleva en la otra mano despierta mi curiosidad y me saca del letargo de mi zona de confort.
Es un objeto que yo no dibujaría probablemente a su lado si quisiese retratarle, algo mucho más subversivo en el momento actual que un arma cargada: un libro.
Sigo pensando desde mi letargo y se me ocurren imágenes de libros huecos con espacio para guardar drogas o botellas de alcohol.
La otra parte de mi cerebro, la que todavía no está contaminada por lo convencional y sigue despierta tras otro día en la burbuja de ciudadano medio, me espolea y me desvía de mi camino para observarle lo más discretamente que puedo.
En esos momentos de espía aficionada, mi perra resulta ser una baza importante. Disimula mi observatorio de una forma mucho más natural que un periódico con agujeros.
Mi sujeto de observación se tumba tranquilamente en el césped debajo de una palmera y abre la bolsa para darle un primer trago a la botella de un líquido, igual de oscuro que el vino, pero con el envase inconfundible de Coca Cola de litro. Y la espía aficionada se lleva su primer zasca.
Acto seguido abre el libro y se sumerge en su lectura con fruición, sin reparar en mi perra, ni en el resto de la gente ni mucho menos en la señora que le mira encajando su segundo zasca, sintiendo vergüenza de sí misma rebajada con una pizca de satisfacción por no haberse dejado llevar por las apariencias. Por querer conocer antes de juzgar: Lo único que la ha salvado del más espantoso de los ridículos.
Pienso entonces en que nada, ni siquiera lo rutinario, sucede sin un motivo.
Hacía escasos momentos había estado en una cafetería con el padre de unos alumnos. Hablamos de lo humano y lo divino, yendo él, extraordinaria persona, a ordenarse diácono en un par de años.
Reflexionábamos sobre la soberbia de algunos, que parece tapar la humildad de otros, de cómo la vida te agarra o te suelta sin previo aviso; de cómo las parroquias se hacen desde el pueblo más que desde el púlpito. De lo mucho que él aprende de sus parroquianos y yo de mis alumnos. De pelear sin rendirse, pero solo las batallas que merecen la pena y de la lucidez que la edad nos da para poder distinguirlas.
De la paciencia que los años nos van quitando y de la libertad que nos aportan.
En aquella cafetería que, igual que todas las demás de nuestro país, acaban convirtiéndose por obra y gracia de una cerveza - incluso de un Cola Cao- en ágoras modernas para filósofos urbanos, mi amigo se dejó olvidada una carpeta, circunstancia que yo, despistada como él, tampoco advertí.
Cuando cayó en la cuenta y me llamó para preguntarme si podía volver a recogerla, acorté el paseo de mi perra y emprendimos antes la vuelta a casa.
Y en esa vuelta, otro hombre, un desconocido esta vez, volvía a hacerme reflexionar sobre lo que realmente importa.
Mientras le observaba allí, leyendo bajo una palmera en su oasis de lector, con sus pantalones verdes, tumbado en el césped un miércoles cualquiera sin notar el frío que disfraza de invierno este mes de Junio, en medio de un desierto de sombras grises que van y vienen con carpetas y maletines llenos de notas que no leerán con la mitad de atención que él dedica en ese momento al libro que tiene entre las manos, pienso en aquello que consideramos políticamente correcto o conveniente para nuestros fines; en los escalones que nos empeñamos en subir sin permitirnos disfrutar de cada etapa del camino.
Pienso en la cantidad de cosas y acciones superfluas con que vamos adornando la existencia para hacerla más soportable, en lugar de disfrutar cada instante del único lujo que no podemos comprar, por muy abultada que sea nuestra cuenta corriente: el tiempo que ha ido pasando y el que aún nos queda por vivir.