Kabalcanty
Una tormenta para cortar con cuchillo (Y parte 3)
El cortocircuito que propició el apagón le pilló a Elisa revolviendo en el armario del cuarto de baño. Cogió, antes, unas toallas color crema pero, tras unos segundos de titubeo, volvió a dejarlas junto a las otras porque pareció darse cuenta que esas eran las "Thomas Lee", aquellas tan exclusivas que compraron en Londres las pasadas navidades. Cuando trataba de coger otras toallas la luz se apagó.
La oscuridad la dejó paralizada unos instantes. La negrura del cuarto de baño le daba vueltas como un carrusel que exhalaba, en su vertiginosa rotación, el perfume del ambientador. Sintió un nudo en el estómago y una bocanada amarga con un vago regusto a los profiteroles que preparó el día anterior Luisa para esa cena. La bocanada de vómito se estrelló contra las pilas de toallas que, por colores y tamaños, se exponían en el armario.
Elisa se llevó la mano a la boca y tiró de uno de los montones para limpiarse. Fue entonces cuando salió despedido algo que rodó a sus pies. Apoyándose en la pared, se pudo acomodar sobre el inodoro. La cabeza le martilleaba viniendo desde el estómago una angustia que le escocía dentro de la nariz.
Fue tanteando el suelo hasta que halló una caja pequeña. Se incorporó como pudo, resbalando con la vomitona que también invadía parte del suelo de mármol, y salió del aseo.
Fue hasta uno de los ventanales del dormitorio, siguiendo el entelado que recubría las paredes, y esperó al relámpago para descubrir que la caja contenía un anillo labrado de considerable peso. "Daniela, amor eterno", leyó el grabado en el siguiente relámpago. Al estruendo del posterior trueno, dejó caer el anillo y, de nuevo, otra arcada llovió sobre la madera noble del suelo. Sintió las salpicaduras del vómito en la parte baja de sus pantorrillas y en la zona de los pies donde no cubrían sus zapatos de Stuart Weitzman.
— ¡¡Qué gran hijo de puta!!
Gritó Elisa rabiosamente al tiempo que golpeaba el doble acristalamiento.
El siguiente relámpago iluminó su rostro embarrado de maquillaje por el que goteaba, al filo de su barbilla, un liquido viscoso color vinagre.
Por el cuero argentino del sofá corría un reguero de sangre que se encharcaba manso en el suelo resplandeciendo como un disco de vinilo. Rogelio, de costado, murmuraba algo inaudible desde sus labios resecos acentuando la lividez de su rostro el fulgor perlino de cada relámpago. El mantel, cual engrudo corinto, reposaba ahora sobre su zona genital dejando al descubierto el obelisco del cuchillo rodeado de una ebullición sanguinolenta. Una mano le colgaba del sofá acariciando el suelo y la otra estaba paralela a su cuerpo tras la espalda. Tenía los ojos quietos en la densa oscuridad del techo sin prestar atención alguna a Soraya y a Borja.
— ¿Sabes que estoy ya demasiado "pedo" para conducir? -decía ella, sentada en el suelo, apoyada sobre el hombro de él.
— No te creo -rió Borja compulsivamente, derramando parte de su copa sobre sus pantalones Enzo D´Orsi- Conduciré entonces..... yo. -y acrecentó la hilaridad.
Elisa tropezó con el arcón nupcial florentino lo que le hizo pronunciar un exabrupto que llamó la atención de la pareja.
— ¿Vuelves de la noche, Elisa? -preguntó Borja con retranca.
La pareja rió abiertamente.
Elisa se abalanzó sobre Rogelio para comenzar a sacudirle mientras gritaba rabiosa: "Me engañas con otra, cabrón. Con otra a mí, mamón, hijo de la gran puta".
Rogelio se dejaba zarandear profiriendo tenues quejidos que a su mujer parecían importarle más bien poco.
Soraya y Borja seguían riéndose ruidosamente apoyados sobre sus hombros; lloraban de hilaridad.
Tanta vehemencia puso Elisa en sus reproches que el cuerpo de Rogelio se desplomó del sofá atrapándola debajo.
— ¡Dios, quitadme a este cabrón de encima! -suplicó ella, debatiéndose impotente.
Tardó algo en levantarse la pareja. Ponerse en vertical era todo un alarde: intentaban aferrarse a lo que la oscuridad les ofrecía más próximo y acabaron de vuelta al suelo algunas veces. Borja abría y cerraba los ojos como queriendo atravesar una tupida cortina que le cegaba muy dentro de sí; Soraya se ayudaba de un sofá individual articulando su cuerpo en posiciones estrambóticas. Tambaleándose lograron llegar a los pocos pasos que les separaban de Elisa, liberándola al fin.
Rogelio quedó bocabajo, inerte, cayéndole, desde el sofá de cuero argentino, su propia sangre remansada.
— Necesito una copa -dijo Elisa, tratando inútilmente de arreglarse el cabello que le tapaba el rostro.
— Hueles fatal, Eli -comentó Soraya, sin poder detener un ligero balanceo de cabeza.
Como tres supervivientes de un naufragio, agarrados entre sí, se sentaron sobre la mesa lacada de madera danesa. Casi a sus pies, Rogelio era una alfombra voluminosa.
Borja llenó las copas de las mujeres y terminó la botella de Calvados en su vaso.
— Ha sido una velada..... con chispa..... chispeante..... No la olvidaré nunca.
Dijo a trompicones Soraya mojando sus labios en el licor.
— Y el cabronazo me engañaba...... Tenía un anillo guardado para una tal Daniela..... Nunca le......
Elisa murmuraba ofreciendo su perfil difuminado: cabellos pegados a sus mejillas en una pasta oscura y su mentón envuelto en el relieve de una corteza.
Nuevamente el flash de otro relámpago iluminó el salón y a las tres figuras sentadas sobre la mesa.
El aguacero percutía en el silencio.
El trueno no se hizo esperar rugiendo desde su insultante prepotencia.
— Hostia, parece que se está poniendo la noche tormentosa. -dijo Borja, meciendo involuntariamente su copa ancha y labrada.
Desde la cocina una lengua de agua de lluvia avanzaba hacia ellos deslizándose sobre el suelo de madera noble.