Kabalcanty
Los huecos (Parte segunda)
No me resultó difícil encontrar el albergue: remonté la calle Atocha y tomé una de las calles que bajan hacia El Rastro, así como me indicó el agente municipal al que pregunté.
El recepcionista trajinaba con unos papeles dentro de su cubil hasta que me presencia alteró su rutina.
— Rellene esta solicitud -dijo, tendiéndome un impreso- y, con una fotocopia de su DNI, preséntelo en la Junta de Distrito.
El hombre tenía un ojo desmesuradamente abierto cuyo párpado se remetía inverosímil bajo la ceja dejando al globo ocular en una especie de pompa; parecía que su ojo iba a estamparse contra el mostrador en cualquier momento.
Tras sus palabras, a las que fui negando con una media sonrisa, recapacité sobre mi aspecto físico: ¿parecía de verdad un pordiosero?.
Le expliqué el motivo de mi visita, inquieto por su ojo saltón.
— Ah, claro, le conozco, sí -contestó apartando el impreso sobre la pila con la que andaba a mi entrada- Pero yo les veo entrar y salir a tantos. Pobres diablos. Precisamente por el que usted pregunta esta noche pasada no vino a dormir. Pero es lo habitual. ¿Es familia suya, conocido, amigo?
Le dije que sí, haciendo hincapié en que tal vez tenía algún amigo especial allí dentro que me pudiera dar fe de su paradero.
— Entran y salen, ya sabe -dijo- Pero bueno, con el Fermín se llevaba bien. Está jugando al tute en la cafetería que hay de frente. Por lo menos siempre hace eso todas las mañanas y todas las tardes. Entran y salen y yo estoy en mi puesto, ya sabe.
Entré a la cafetería y vi en una mesa a varios ancianos jugando a las cartas.
— Buenos días, por favor el señor Fermín.
La partida se detuvo y un viejo con una gorra de cuadros y una larga barba canosa se fijo en mi.
— Si me llama "señor" empezamos mal -dijo con una voz aguardentosa- porque o es usted de "la pasma" o viene a cobrarme algo, lo que sea, que no podré pagarle.
Le dije el motivo de mi visita.
— Ah, el "jodio" Paria -tuvo un acceso de tos que suprimió haciendo unos sonoros gargarismos que regurgitaron en su paladar en forma de flema- Lo mismo ha "encontrao" hembra y anda "encoñao". No se preocupe, volverá.
¿Cómo iba a decirle que había desaparecido delante de mis narices? Era absurdo. ¿Quién me iba a creer? Tenía la remota esperanza de que me dijeran que fue a dormir al albergue de madrugada o que se fue de juerga no se sabe dónde o que cambió de planes y se largó de la ciudad. Pero..... ¿cómo podía imaginar eso si había desaparecido a mi lado?
En estas cavilaciones estaba cuando me fijé que la silla de Fermín estaba vacía. La silla tenía un hueco humeante que se abombaba una cuarta hacia el suelo. Pronto fueron los otros tres contertulios, tras ese leve fogonazo que me hizo parpadear, los que desaparecieron dejando las sillas de la misma manera.
Inquieto fui a la barra de la cafetería a explicar lo sucedido.
— ¿Ha olvidado usted la medicación, señor? -me contestó un camarero flaco sosteniendo una risa sarcástica.- Esa partida de tute que usted se refiere terminó ayer sobre las siete de la tarde. Pregunte al Serafín, el conserje del albergue de ahí enfrente, a ver si le da razón de los cuatro. Y ande con Dios y por la acera.
Sentí cómo un sudor, espeso y congelado, se adueñaba la parte de mi espalda donde se apoyaba la mochila de la comida. ¿Qué leches estaba pasando? o ¿qué me pasaba a mí? o ¿qué les pasaba a los demás? Me notaba en mis cabales aunque eso, supuestamente, nunca lo nota uno mismo. Pero no, no eran figuraciones ni falta de sueño ni depresión sexagenaria, lo que vi era tan real como el aire que respiraba.
Crucé para volver al albergue para preguntar al recepcionista del ojo pocho si volvió Fermín. No le encontré en su sitio. Pregunté a unas limpiadoras que se afanaban con la fregona en una larga habitación, con reconcentrado olor agrio, repleta de literas. No sabían nada. "Tal vez fue a desayunar", me dijo una mujer, mientras arreglaba con brío la cama superior de una litera.
Me fui al mostrador de recepción y decidí esperar. No fue mucho tiempo ya que percibí el olor a chamusquina al poco. El escay de la silla de Serafín aparecía quemado en un diámetro aproximado a sus posaderas. Humeaba ya muy poco, dejando ver, tras una renegrida gomaespuma, la bandeja abarquillada de madera de la base.
Salí dando tumbos a la calle y anduve, sin saber realmente adónde iba, hasta que me senté un banco público. Tenía que razonar. Tenía que ordenar los acontecimientos que me estaban haciendo dudar hasta de mi propia existencia. Pensé, cerrando los ojos, desembarazándome de la mochila y dejando los brazos relajados a lo largo del cuerpo (eso escuché en la tele que funcionaba cuando te asaltaba un ataque de estrés). No cabía duda que todos los desaparecidos habían mantenido contacto, aunque fuera mínimo, conmigo, que estaban relacionados con la indigencia de una u otra manera (caso de Serafín) y que se desintegraban sin que los de su alrededor, al parecer, se dieran cuenta. Sentí unos deseos intensos de poder conversar con alguien que me pudiera creer y entender. ¿Pero quién? La baja autoestima que me procuraba mi actual situación social se incrementaba con este aislamiento que me convertía en sabedor de algo que estaba ocurriendo y el absurdo de no poder compartirlo con nadie por lo, evidentemente, descabellado del asunto. ¿Y si, precisamente, todo lo ocurrido en las últimas horas fuera obra y gracia de la mentira que me había empeñado con mi familia? La ociosidad a ultranza, la meticulosidad para seguir viviendo la mentira, las ansias de entretenimiento, en definitiva, la orfandad de un desempleado sesentón que batalla contra la realidad, me decía, tratando de convencerme de que lo vivido en menos de veinticuatro horas era pura invención, puro disloque de un tipo residual de la sociedad.
Sin comer (olvidé la mochila en aquel banco), dejé que llegara el crespúsculo y me encaminé a mi casa dispuesto a mostrar mi realidad desnuda. Hablaría con mi mujer y mis hijos y les contaría todo, pero todo, todo.