Kabalcanty
Fantasma (2ª parte)
Su semblante parecía correoso, embotado y acuoso, pegándose al cristal mientras boqueaba de forma obstinada. Su boca reseca se aplastaba en el vidrio a la vez que me miraba desde sus ojos sin fondo. Sus manos engarfiadas arañaban la ventana produciendo un chirrido que me paralizaba inmerso en mi terror.
Di un par de pasos hacia atrás y traté de calmarme evitando mirarle. Me notaba temblón y aturdido por lo que me senté en el quicio del soporte de una de las máquinas para serenar ideas. Aunque lo intenté, la estridencia sobre el cristal me sugestionaba y no me dejaba tranquilizarme. Volví a mirarle, esta vez desde la lejanía, y se deshizo como si fuera un chaparrón de nube pasajera. Nada había en la patio, sólo la oscuridad de una noche taciturna de invierno.
Cuando llegué a casa, a primeras horas de la mañana, como siempre, me encontré a la Carmen sentada junto al balcón. Escudriñaba la calle con ojos tristes y las manos entrecruzadas en el regazo. La besé en la mejilla y dio un respingo. Me observó sin verme y siguió en su ensimismamiento.
No conté nada de lo ocurrido, me fui a la cama aunque apenas pegué ojo. Me venía a la memoria aquella cara liquida y la letanía muda que repetía pertinaz. ¿Cuál era la extraña fascinación que, en el fondo, me producía aquel rostro? Lo sentí desde la primera vez que lo vi pero tendrían que pasar un par de noches más para cerciorarme de un espanto que no deseaba reconocer.
La relación con mi mujer no era lo que se dice ideal, ni siquiera buena. Tuvimos un buen comienzo de matrimonio, como todos, pero la rutina y el apoltronamiento nos marcaron como dos extraños que comparten techo. Mis hijos pronto abandonaron el núcleo familiar (uno viviendo con una colombiana con la que montó un tugurio en las afueras de la ciudad y el otro desaparecido por Ibiza con sus adicciones poco recomendables) y eso aumentó, en cierta manera, la desconexión entre nosotros. Nos soportábamos pero cada uno vivía su vida, igual de corriente y monótona.
Sin embargo, desde el primer día que me ocurrió la aparición, noté, si cabe, una indiferencia hacia mí redoblada. Ella no me dirigía la palabra y siempre parecía sorprendida cuando decía algo o rozaba su mejilla al llegar o despedirme. Lo achaqué a mi estado alterado de ánimo más que a otra cosa.
En la segunda noche el fantasma, digámoslo ya así, regresó pizca más o menos a la misma hora. Se pegaba tras la cristalera y ejecutaba el mismo ritual hasta que desaparecía cuando yo me retiraba y cedía en la atención.
Mi concepción de la realidad estaba cambiando y eso me producía un desasosiego que me hacia desconfiar de todo lo que me rodeaba. Los sonidos me parecían presencias potenciales o susurros de algo sobrenatural, la oscuridad empecé a sentirla amenazante y las conversaciones cotidianas comencé a verlas como meros trampantojos que encubrían una dimensión que, estando entre todos nosotros, ignorábamos desde la necedad y el descrédito. Iba sintiendo, ya en ese segundo día de apariciones nocturnas, cómo el "Manolo vigilante nocturno" se desmoronaba para abrir la puerta a otro hombre que le sentía sólo como parte de mi cuerpo.
Con nadie hablaba del asunto, tal vez por miedo a su rechazo, a la broma, a la pérdida de mi trabajo, y quería conocer, como una fuerza que se me imponía desde un más allá que simplemente sospechaba, qué resortes movían aquella otra realidad que parecía reclamarme. Mi materialismo de siempre se hacía añicos y eso a un hombre de sesenta años le desbarata. En esos dos primeros días, fuera en el trabajo o fuera en el duermevela que se había convertido el descanso en la cama, trataba de contrarrestar la alucinación con mi innato sentido práctico, sin embargo fue en la tercera noche donde claudiqué entregándome por entero al doblez de la existencia.
En vez de esperar la aparición tras el ventanal en la planta primera, fumando el quinto o sexto cigarrillo, pues había vuelto a fumar con ganas redobladas, salí directamente al patio. Decidí que la forma misteriosa que se alzaba insistente debía contemplarla de cerca, sin obstáculos de por medio.
Esperé y esperé, comiéndome a humo de tabaco, hasta que, doblando la esquina norte del edificio de la fábrica, apareció. Llevaba un halo azulino que desprendía un vaho breve que se desvanecía al paso tardo de la visión. La figura oscilaba y, en la lejanía, parecía titubear entre mostrarse o fundirse en la negrura de la noche, su centelleo vacilante se pegaba a la fachada del edificio y simulaba tropezar y desplomarse entre el vahído de las sombras.
Esperé casi temblando, aferrado a la boquilla del pitillo como a una voluntad que servía para no desplomarme o salir corriendo. Mi corazón percutía peleando por salirme garganta arriba.
Como a un par de metros de mí se detuvo. Soplaba un viento frio pero yo sudaba todo el miedo del mundo.
Abrió los brazos comenzando su silabeo inaudible. Su rostro liquido tenía las señales de una congoja que suponía trataba de trasmitir con su locución muda. Me fijé que sus ojos eran blanquecinos, como los de un ciego, y su cuerpo transpiraba humedad a raudales; goteaba sin parar. Parecía salido de un río, o lago, o de una humedad de profundidad ignota. Pero fueron sus ropas rotas y manchadas de rancio remojo lo que verdaderamente me aterró. Di dos pasos hacia atrás, tal vez cuatro, o seis…… hasta que caí de rodillas creyendo que mi cabeza me estallaba. No comprendía nada porque tal vez había comprendido del todo. Tenía la boca seca, con la lengua como un pedazo de árido estropajo, y me martilleaba la parte alta de mi cabeza.
Al cabo de unos minutos, tal vez horas, cuando me decidí a enfrentarme de nuevo a la visión, tan sólo el flash de mi uniforme de vigilante deshilachado y húmedo apareció escueto desvaneciéndose en la oscuridad. Todo era diferente, todo gaseoso, incorpóreo, abstracto, fantasmal.