Kabalcanty
Las fieles turbulencias (Parte 1ª)
Llegué a una capital de provincia lo suficientemente poblada como para pasar desapercibido. Estaba acostumbrado al anonimato de una gran ciudad, a que nadie se fijara en ti y tener tu soledad controlada, y aquella ciudad, aunque más pequeña, tenía el cosmopolitismo exacto que me convenía. Había barajado varias ciudades en la Red, nunca demasiado lejos de mi lugar de residencia, y tras varios meses de búsqueda me decidí por esta a la que llegué.
El camino desde la estación de tren al centro urbano no me supuso más de quince minutos; llevaba una maleta liviana y el maletín con mi pc portátil por equipaje y no suponía peso alguno para ir caminando disfrutando de un mediodía soleado y una temperatura suave.
La pensión cutre, pero evidentemente más económica, que encontré no estaba lejos del casco central y, aunque había que subir dos pisos de escalera destartalada y sucia, merecía la pena. Tenía poco dinero, demasiado poco, y no sabía exactamente el tiempo que me demoraría en aquel sitio por lo que tenía que ser espartano en mis gastos.
No me gustó nada cómo me miró la dueña de la pensión. Era una cincuentona con tetas grandes, mellada y con ojos de besugo que, desde que entré por la puerta, no paró de fijarse en mi forma de vestir. De acuerdo que llevaba unos vaqueros raídos, una cazadora que fue azul y ahora era parda y deshilachada en los puños, y que mis deportivas deberían haber pasado a mejor vida hacía años, pero eso no debería importarle cuando le pagué una semana de alojamiento por adelantado. Pero ella, y tanta gente como ella, desconfiaban de mi aspecto y se les notaba mucho. Me ponía furioso, esa furia que me invade por dentro y que me hace bajar la mirada cómo si tuviera que avergonzarme de algo. Tanto me molesta su actitud como mi instintivo retraimiento.
Pasé varias horas tecleando en mi ordenador dándole vueltas a la novela que intento escribir. Eché la culpa a la minúscula habitación de la pensión, a mi desubicación, al cansancio del viaje, al olor a guisote que inundaba toda la casa, sin embargo todo eran meras excusas. Llevo varios años escribiendo y otros tantos dándome de bruces con mi falta de inspiración. Lo que escribo me parece repulsivo, engolado, falto de ritmo, sin ese fascinante interés que destilan los escritos Poe o Vázquez Montalbán; me falta garra, soltura, conocimiento para dar solidez a mi novela. Como tantas veces en situaciones similares tuve ganas de llorar, gritar mi incapacidad, darme por vencido.
Salí a la calle sin rumbo fijo. Caminé las callejas medievales hasta dejar que la noche fuera una evidencia. Al final, sin cenar y claveteado por mis pensamientos, entré en un cine. Lo cierto es que solamente en los cines me congracio conmigo mismo y me siento lo protegido que necesito estar.
Todo hubiera sido como en otras ocasiones si el fallo en la proyección no hubiese iluminado la sala. Mientras una voz, escupida por megafonía, pedía disculpas por la súbita interrupción del film, todos los espectadores ojeaban descubriendo quién era su compañero en la oscuridad. Torcían sus cuellos sin rubor, viraban sus ojos, y escrutaban rostros, manos y vestimentas con la rapacidad de su incontrolable curiosidad. Se iba escuchando el rumor de la gente in crescendo y yo sentía cómo me agobiaba el sudor y la intranquilidad.
Salí despavorido del cine y, casi corriendo, me introduje por una calle angosta y muy oscura. Según escuchaba mis pasos solitarios me iba serenando, levantaba poco a poco mi mentón para encarar el vacío de la calle solitaria. Tenía hambre, sed, y aunque pasé por varias tabernas o mesones sabía que era mejor soportar la necesidad física que entrar en uno de esos bares. Tal vez sólo necesitara dormir bien y esperar a que el día siguiente me ofreciera otras perspectivas.
Me desperté pronto, apenas entraba un hilo de luz por el ventanuco de la habitación, con el ruido del retrete común en el pasillo y la puerta de entrada de la pensión golpeando una y otra vez. Escuchaba soeces bostezos, pedos libérrimos o saludos de compromiso que parecían estar sonando dentro de mi cuarto. No me dejé abatir por la aflicción y me levanté dispuesto a tomarme el reglamentario desayuno que se incluía dentro del precio del cuarto.
Vi a la señora Engracia, la dueña indiscreta, cómo agitaba sus pechotes dentro de una bata descolorida ordenando a una muchacha poner tazas y picatostes sobre una mesa que vestía un hule con motivos florales la mar de horteras. La chica obedecía rauda, quitándose el mechón de pelo que le caía sobre la frente. Me miró unos segundos al sentarme, los suficientes para turbarme e hincar los ojos en el café humeante.
— También tenemos perrunillas, si lo desea usted.
Me dijo la chica sin dejar de faenar.
Asentí sin mirarla y cogí un picatoste para rociarlo con una pizca de azúcar.
— Deja tranquilo al señorito -dijo Engracia tratando de sonreír entre sus mellas- que seguro que tiene asuntos de más enjundia que picatostes o perrunillas. ¿Cierto?
Moví la cabeza afirmativamente.
Mientras masticaba pensé en la chica sin querer y logré mirarla unos segundos antes de volver al desayuno. Era de mi misma edad más o menos y tenía los ojos claros y el pelo despeinado color negro zaíno. Era guapa entre tanta mediocridad.
Necesitaba volver a intentar escribir, encerrarme en mi cuarto y que mis dedos golpearan las teclas del pc sin tregua poseso de iluminación, pero no lo hice, no lo hice porque no había llegado hasta aquel lugar para escribir, no, ni tampoco en la gran ciudad me movía ese anhelo. Me mentía a sabiendas y solamente ante mi ineptitud frente al folio en blanco o torpemente emborronado era capaz de sincerarme. Lo auténtico suele ser algo que callamos pero que bulle atormentándonos en nuestro interior.