Kabalcanty
Las fieles turbulencias (parte 2ª)
Decididamente iba a salir a la calle pero me detuvo uno de los hospedados cuando ya tocaba el pomo de la puerta de salida. Era un joven, si acaso poco más mayor que yo, que gastaba una barba poco poblada y se cobijaba el denso pelo rizado bajo una gorra de paño. Me dijo que se llamaba León y que hacía tan sólo un par de días que se alojaba en la pensión de Engracia.
— Te he visto en la mesa mientras desayunábamos y he supuesto que, tal vez, estés aquí con el mismo propósito que yo.
Me sentí confundido y bajé los ojos al tiempo que me encogía de hombros.
— Ya, perdona, no tienes porqué -siguió acercándose un poco más- He creído que estabas aquí para asistir a la Escuela de Actores Magallán; es una de las más prestigiosas del país.
Hice ademán de volverme a mi habitación. Estaba realmente incómodo y me molestaba su cercanía invasiva.
— Tengo vocación, sabes, y he puesto todos mis ahorros, y parte de los de mis padres, en asistir a la Escuela. Si quieres pasar a mi cuarto, podremos charlar más tranquilos. Nos contamos; no conozco a casi nadie por aquí y…….
Balbucí alguna excusa para salir disparado a mi habitación y echar el pestillo. No vi la cara que se le pudo quedar a León, ni me importaba, necesitaba volver a mi cuarto y esperar. Afortunadamente no llamó a la puerta de mi habitación.
Miré mi ordenador abierto sobre la triste mesa encima del tapete festoneado. El amarillento mantelito irradiaba vulgaridad y el pc inercia. Me deprimió la visión hasta que el desayuno se me vino agrio a la boca. En ese mismo momento odié a León, a Engracia, a la misma chica del cabello despeinado que ahora no me parecía ni guapa. Surgían como amenazas que me acosaban a distancia mandándome mensajes cercanos desde el puñetero tapete.
Me tumbé en la cama sabiendo que no dormiría pero que, cerrando los ojos con fruición y pensando en la placidez que sentía viendo una película en la oscuridad de mi cuarto de siempre o en una sala de cine, me vendría la relajación. Necesitaba en todo momento una calma que pocas veces logré en la gran ciudad y que estaba convencido lograría en esta pequeña ciudad de forma continuada. No era un logro personal lo que me proponía, sino asentar mi vida para que pudiese disfrutarla sin sobresaltos ni remordimientos. Si me alejé de mis padres, de toda mi familia, de los escasos amigos que coseché, era para tener vida propia sin estar condicionado a los demás. "El infierno son los otros", me digo siempre, una y otra vez, hasta que aparece esa oscuridad iluminada por las veleidosas formas de la película.
Salí a la calle a primera hora de la tarde, cuando escuché la tranquilidad más absoluta en el pasillo de la pensión. Encontré cerca un supermercado en el que comprar algo para comer. Me sonaban las tripas tras el frugal desayuno de la pensión. Anduve por los pasillos hasta que encontré el fiambre envasado. A esa hora el supermercado estaba vacío por lo que el vigilante jurado no paraba de seguirme colocado en la cabecera de los pasillos. De reojo, le intuía pendiente de mis movimientos, atento a cualquier acción que hiciera cierta su sospecha. Intranquilo, cogí el envase de fiambre y una barrita de pan que encontré en el pasillo que conducía a las cajas.
— ¿Tienes veinte céntimos sueltos?, así no te doy toda la chatarra -me sorprendió la cajera hablándome en su tono musical.
Negué atropelladamente moviendo la cabeza.
Me crucé una fugaz mirada con el vigilante cuando salí por la puerta automática. Estaba con los brazos cruzados a la altura del pecho escudriñando el volumen de mis bolsillos. ¡Necio estúpido!, dije para mí, apretando el paso.
Encontré un pequeño parque semidesierto (un par de ancianos dormitaban al sol de la tarde con los ojos a media asta) que me pareció el lugar idóneo para comer. Abrí el pan con la mano y metí la mortadela. Cuando terminé anduve unos pasos hasta la fuente pública y bebí en abundancia. Con el estómago lleno, me invadió una ola de alegría. Era una tarde magnífica en la que podía ser el rey de la creación o lo que me propusiera.
Cuando enfilé la avenida amurallada alguien que pasó a mi lado me chistó.
— ¿Disfrutando de la tarde?
Junto a mí, sonriente y repeinada, se encontraba la chica de la pensión. Estaba algo maquillada y sus ojos relucían aún más que esa pasada mañana.
Dije que sí tartamudeando, retenido y a la vez con ansias de salir corriendo.
— La verdad es que hoy invita el tiempo al paseo -me dijo, colocada ahora frente a mí- Por aquí el tiempo es muy frío, desapacible, y los días como el de hoy son poco corrientes.
Iba a decir que tenía prisa, que me urgía un asunto importante, pero la chica no parecía tener intención de solventar el encuentro.
— Me llamo Toñi -me dijo tendiéndome la mano- y si quiere usted saber alguna dirección o algún sitio en especial de la ciudad cuente con mi información; soy lo que se dice una guía andante, conozco esta ciudad de pe a pa.
Se sonrió aún más.
Notaba cómo mi mirada baja o huidiza parpadeaba involuntariamente. Comenzaba a sentirme furioso, sí, esa violencia que, aunque me paraliza, me hierve por dentro y me estalla en las sienes.
— A lo mejor desea saber adónde se reúnen los jóvenes por aquí -siguió, señalando con su perfil a la izquierda- Es un poco pronto, pero en la Plaza España están…….
"¡Basta ya!", grité y salí corriendo sin dirección.
El corazón bombeaba descontrolado mi sangre pero mis piernas no aflojaban en una carrera alocada. Miré una o dos veces la figura, cada vez más diminuta, de Toñi y, según se empequeñecía, iba sintiendo el sosiego. Corría y corría pero ya con la meta cada vez más despejada: la bendita distancia.
Apoyado en el esquinazo de la fachada de un bloque de lo que me pareció ser el comienzo de un barrio de la periferia, fui recuperando el resuello. Me faltaba todavía la experiencia en esa ciudad para evitar los encuentros casuales con mis nuevos conocidos.