Kabalcanty
Huellas en blanco y negro (Y parte 2)
Antes de llegar a la calle del Río, eleva la nariz para atrapar el olor a churros de los domingos por la mañana. Los churros, cogidos con un junco, son el embeleco para que su perra "Chula" no tire de la correa, atiese sus orejas mientras se relame al fondo de un gruñido ronco. Todo es una sombra fugaz que se adentra y desvanece en el umbral de la panadería donde nunca compraban el pan; "pan lleno de aire que se te infla en la boca, parece bollo", decía su madre para dar su beneplácito a la otra panadería en la Plaza de Santo Domingo.
Los recuerdos que pintan de blanco y negro una actualidad sin churros y con el pan de diseño de esas panaderías que han inventado la delicatesen de la harina con el fin de alzar el precio y embarrarnos en esa moda de la comida-diseño, más apta para ser fotografiada que degustada.
La corta calle del Río, lugar donde se apoya el final de Fomento para no caer encima de la Plaza de España, a un extremo cae en cascada por las escalinatas que terminan en la calle Bailén; por allí bajaban los cuatro miembros de su familia cuando iban los domingos a los Jardines de Sabatini o para tomar la cuestabajo de la antigua calle Onésimo Redondo e ir derechitos a los ventorros junto al estanque de la Casa Campo. Sin embargo, la otra mitad de esa calle, hacia Leganitos, tiene remembranzas diferentes. Ese era el camino hacia el colegio de segunda enseñanza que recorría con Eduardo y Alberto, la encrucijada donde él se hacía trío; primeros compañeros de bachillerato que luego crecerían según discurrieran los cursos.
La calle del Río tenía la particularidad fundamental para aquellos nuevos adolescentes en los escaparates del Club Señorial, esquina a la calle Leganitos. Mujeres con bikinis extremos de lentejuelas que se mostraban insinuantes en fotografías en blanco y negro detrás de unas vitrinas engalanadas con sucias telas de terciopelo. Allí, invariablemente, se paraban los tres para pegar sus narices en el cristal junto a pechos y sexos que se intuían y rostros y bocas rutilantes y deseosas. Los penes de los tres desperezándose y urgiendo masturbaciones con un motivo que sería recordado en la intimidad del wáter o el recóndito rincón de las sábanas.
Atravesar la calle Leganitos, dejar a un lado la siempre triste Plaza de España, con sus jardines marchitos y su suelo ajado apropiado para tropezones, para encarar la Gran Vía. Hace cincuenta años, esa arteria plagada de historia de Madrid, se llamaba Avenida de José Antonio merced al dictador Francisco Franco que quiso cambiar el nombre castizo de la vía por el de alguien que, en el fondo, odiaba, pero así el régimen autocrático se congraciaba de algún modo con la Falange. Nunca los madrileños, y así lo rememora mientras se fija en cómo el cine Coliseum se ha convertido en teatro, dejaron de llamarla Gran Vía.
Si se deja llevar Gran Vía arriba, hacia la Plaza de Callao, siente su vida imparable, llena de juergas y compases de amores y desamores; si se extiende hacia Argüelles, siguiendo por la calle Princesa, ve al adolescente que, paso a paso, cede a la soledad y a la tristeza. Por eso deja de mirar hacia ese lado y abandona la Gran Vía para coger la calle de los Reyes.
Camina hacia el Colegio Luz Casanova, el centro de segunda enseñanza, acompañado de una brisa breve que se llama Alberto y su sombra que apoda Eduardo. Bromean torciendo por Maestro Guerrero y acaban adentrándose por el pasadizo comercial del Edificio España. Agencias de viajes anunciando lugares inalcanzables, cafés lujosos que huelen a abundancia, tiendas de suvenires con mantillas, muñecas vestidas de "bailaoras", falsos escudos heráldicos al gusto castellano, carteles taurinos donde se puede insertar el nombre de cualquiera, ascensores para elevarse hasta habitaciones prohibitivas, amplios salones llenos de alemanes, franceses, japoneses, ingleses…… yendo de acá para allá con mucha urgencia y dinero de sobra.
La realidad de hoy unge al Edificio España con andamios y lonas como la estructura de un dios que, sin querer morir, tiene que claudicar pasando por maquillaje. Toda una obra que ninguno sabemos el aspecto que dejará al edificio emblemático pero que, visto el sesgo político de la alcaldía y comunidad autónoma, tiene tintes desesperanzadores.
Sin embargo ellos, los tres nuevos bachilleres, siguen con su mundo embromado, saltando o corriendo tirando de sus pesadas carteras de cuero. Nada les importa tanto cómo llegar al colegio a su hora y distraerlo con sus ocurrencias y zascas a la sociedad adulta que les rodea.
Sube por la calle Dos Amigos, cruza San Bernardino, para enfilar la calle Ponciano y ver la puerta del colegio y su ramillete de chavalería en la puerta.
Él se ha parado unos pasos antes de llegar al portalón del colegio. Fuma después de tanto recuerdo a pie. Escudriña desierto el portal, los balcones del colegio que ya no existe, la soledad de la calle Ponciano extendiendo una acera soleada y la otra no. Una oportuna voluta de humo de su pitillo germina brazos, piernas y rostros endebles que pueblan la entrada del colegio. Aparta con una mano la bocanada pero persiste en la lejanía trayendo el recuerdo.
Casi todos fuman en la puerta emulando la hombría de vaqueros, gánsteres o detectives que ven en el cine o en la televisión en blanco y negro. Echan el humo torpes, sin vicio, desde sus bocas de su recién estrenada adolescencia. Dicen de mujeres como si conocieran a todas y escupen más allá de las puntas de sus zapatos de Segarra con cierta chulería. A todos les espera el futuro que les mienten sus adultos con toda la buena intención, a todos les ciñe su condición de españoles que nunca hallarán patria en su tierra.
Ha consultado su móvil para ver la hora al tiempo que una anciana de caminar lento, sujeta a su bastón, pasa por su lado en la acera de la sombra. Habla sola, en un murmullo monocorde, rutinario, moviendo su cabecilla como si asintiera constantemente. Su espalda encorvada, su caminar arrastrando los pies deja una estela sobre las losetas que sólo él ve.
Luego, apaga su cigarrillo cuando en el portal del colegio Luz Casanova ya no queda nadie y, regresando a sus sesenta años, imita el andar cansino de la vieja como si quisiera hacer huellas en blanco y negro que no se secaran al sol.