Valentín Tomé
Res publica: Optimización y Estado mínimo
En matemáticas se entiende que un determinado problema es de optimización cuando se trata de seleccionar el mejor resultado (el óptimo), con respecto al criterio utilizado, de un conjunto de resultados posibles. Entendido en un contexto más general, optimizar se refiere a la capacidad de hacer una cosa de la manera más eficiente posible, usando si las circunstancias lo permiten la menor cantidad de recursos. Así, en economía, intentar maximizar los beneficios de una empresa o minimizar sus gastos serían ejemplos de problemas de optimización.
En ese cajón de sastre que la historia del pensamiento ha venido en calificar como liberalismo si nos centramos en su parte más "materialista", en el liberalismo económico, y por no extendernos demasiado, podríamos decir que éste tiene como principal ideólogo al economista escocés Adam Smith (1723-1790). El rasgo principal de su doctrina es que considera al mercado libre, sin la intervención del Estado, como el mejor medio para el desarrollo económico y la eficiencia en la asignación de los recursos. Así el rol del Estado debería limitarse a garantizar el cumplimiento de los acuerdos y contratos establecidos libremente por las personas y empresas. Esta idea se asocia al concepto de "laissez faire, laissez passer" en donde el Estado debe limitarse a "dejar hacer, dejar pasar".
Ante este corpus ideológico, las discusiones entre los principales economistas liberales giraban la mayor parte del tiempo sobre cómo debía ser ese Estado, teniendo previamente claro fuese cual fuese el resultado final de sus elucubraciones que debía tratarse de un Estado mínimo. Es decir, se afanaban en solucionar un problema de optimización (política en este caso).
Tras largos debates, podríamos decir que estas fueron las principales conclusiones de estos liberales clásicos en cuanto al rol del Estado: la defensa de la propiedad privada, la defensa contra cualquier agresión extranjera, la administración de justicia y el sostenimiento de obras e instituciones públicas que, por su escasa rentabilidad directa, ningún individuo querría mantener. Y esta última función es la que aquí nos interesa. Por muchas vueltas que le daban al asunto, su honestidad intelectual les hacía conscientes de que había multitud de cuestiones que no resultaban rentables para los mercados pero que sin embargo eran esenciales si no se deseaban alcanzar desigualdades aberrantes que pusiesen incluso en peligro la paz social, como por ejemplo el acceso a la educación o ciertas obras "caritativas". Y todo ello suponía una terrible paradoja, ¿cómo minimizar el papel del Estado en una economía de libre mercado si cualquier experimento mental medianamente serio les hacía conscientes de los múltiples agujeros que el mercado generaba cuando se le dejaba a su libre albedrío? (Es más, en contra de lo que muchos creen, Adam Smith no afirma que la acción de la "mano invisible" del mercado conlleve en todos los casos el bien común, que es su objetivo último. Es por ello que habla también de la necesidad de legislar para "habilitar a sus individuos y ponerles en estado de poder surtirse por sí mismos de todo lo necesario". Manifiesta incluso más temor por la ambición privada que por la tiranía pública: "puede decirse que la caprichosa ambición de algunos tiranos y ministros, que en algunas épocas ha tenido el mundo, no ha sido tan fatal al reposo universal de Europa como el impertinente celo y envidia de los comerciantes y fabricantes"; y advierte también de que la codicia de algunos individuos puede juntarlos en conspiración contra el bien común: "rara vez se verán juntarse los de la misma profesión u oficio, aunque sea con motivo de diversión o de otro accidente extraordinario, que no concluyan sus juntas y sus conversaciones en alguna combinación o concierto contra el beneficio común, conviniéndose en levantar los precios de sus artefactos o mercaderías"). Todo parecía indicar que se encontraban ante un problema irresoluble.
Por supuesto todos estos debates teóricos resultaban ajenos a la mayor parte de la población, así como a la mayoría de los Gobiernos del siglo XVIII y XIX. La mayor parte de los Estados se definían a sí mismos, y así hoy en día sigue haciéndose, como "Estados liberales", sin tener tampoco muy claro lo que esto significaba, más allá del establecimiento de un Estado de Derecho que sólo de vez en cuando, y empujado por las revueltas y las luchas sociales, se mostraba preocupado por cuestiones relativas al reparto de la riqueza, y que además continuamente, violaba sus propios principios liberales. De hecho, a lo que realmente asistían los ciudadanos era a la creación de un Estado cada vez más grande y que no dudaba en intervenir en asuntos de política económica: guerras comerciales que conducían a agresiones imperialistas (tómese como ejemplo paradigmático las famosas guerras del opio), proteccionismo a ultranza, fomento de monopolios y oligopolios privados, enormes cargas fiscales sobre las clases populares… Todas esas intervenciones tenían en la mayor parte de las ocasiones la defensa de los intereses de las élites económicas del momento. Así, podemos afirmar que el liberalismo económico podría definirse, en la praxis, como una metodología de la política económica que reserva para el Estado un rol mínimo en la defensa de la igualdad material pero máximo en la perpetuación de las desigualdades preexistentes.
Si el lector cree que todo esto son cuestiones del pasado y que hoy en día ya no tienen relevancia, le invito a que analice el discurso de los que se definen como liberales sobre lo que debe hacer el Estado ante la crisis económica derivada de esta pandemia: planes de choque regados de dinero público que atraigan inversiones y ponga el foco en los sectores que más están sufriendo, como el turístico; el "rescate" con dinero público (recapitalizaciones) de las empresas que se encuentren en crisis; la protección de las empresas estratégicas frente a su adquisición por parte de compradores extranjeros; el aval del Estado ante las líneas de crédito solicitadas por las empresas… En fin, como el propio Richard Nixon, reconocido neoliberal, tuvo que admitir en su día: "todos somos keynesianos en las trincheras". Es decir, Papá Estado es el mejor instrumento para defender los intereses de la burguesía cuando esta se encuentra en problemas. Por lo tanto, el problema ha sido y sigue siendo hoy en día no la existencia de un Papá Estado, sino cuál es su modelo de paternidad; si el de un padre preocupado por todos sus hijos por igual atendiendo a las necesidades específicas de cada cual, o la de un padre únicamente interesado en velar por los intereses del primogénito a costa de abandonar al resto de su prole.