Kabalcanty
Gueto 63 Schreiner (Parte 3ª)
La mañana era como cualquier otra: abrasadora, silente, rutinaria. Villalobos tuvo que apañárselas para dar esquinazo a Peter y quitárselo de encima; "Tengo que hacer una llamada importante a la Sociedad de Autores", pretextó empleando su tono más enfático.
En la parte trasera del edificio matriz se formaba un angosto pasillo, entre los muros perimetrales y la fachada trasera de la galería de celdas, que apenas se utilizaba. Aunque la sombra era constante todo el día, el calor era sofocante debido a la estrechez. Rufus H. le esperaba ya cuando llegó agitado Villalobos.
— ¡Carajo de sitio, parece un horno! -dijo airado, enrojecido el rostro.
El otro asintió ofreciéndole el botijo que tenía a sus pies.
Bebió un buen trago para enjuagarse la boca después y escupir con rabia.
— Debo pedirte disculpas, Rufus -dijo azorado, tocándose las puntas del bigote- Es que, que quieres que te diga, me sale el discurso aunque sepamos tú y yo que ya es del todo improcedente. No puedo hacerme a la idea.
— Mi opinión, si es que la quieres, es que alentarles es darles alguna posibilidad, me parece hasta moralmente despreciable.
Demetrio Villalobos quiso decir algo pero se detuvo con la boca abierta primero y luego negando varias veces con la cabeza.
— ¿Cómo pudimos dejarles que llegaran a esto?
— Tenían todo el apoyo, Demetrio, la gente les encumbró y llegó a detestarnos a todos nosotros culpándonos de un pasado que no les va a dar más frutos que su futuro y su presente mangoneado.
Rufus escudriñó el cielo como si buscara algo, acaso unas palabras, un rastro de algo, una señal.
— Yo fui el último, vine voluntario como una forma de redención; me parecía muy cobarde saltar la frontera.
— Supongo que las cosas al otro lado están muy parecidas.-lucubró Rufus, rascando con la punta de la boca el hormigón pulido del patio- Yo también supe que era de los últimos, sin embrago nada nos dijimos cuando nos vimos esa vez.
Villalobos le puso una mano sobre el hombro con suavidad.
— No queríamos hablar de lo que se nos venía encima; -dijo- a veces es mejor no nombrar la catástrofe, duele menos ¿no crees?
Rufus dejó que su espalda resbalara hasta acuclillarse.
— El arte será una mercancía y los artistas meros mercaderes -dijo en voz baja- ¿Llegará rápido?
El otro se puso a su altura con dificultad debido a su barriga.
— Prontísimo. Hoy es el día de la inauguración, lo comentaban los uniformados que me trajeron en el camión, aunque era más que evidente ahí afuera. Habrá discursos, felicitaciones y puede que algún poema infecto de chovinismo. Hemos perdido todo, Rufus.
— Lo notaran todos dentro de poco -añadió con pesadumbre.
— Esta tarde o mañana a lo sumo…… Tendrán que verlo para creerlo, supongo.
— Es jodido pensar que he tirado cincuenta y dos años al retrete.
— Tú y todos, colega. -mencionó Villalobos, tirándose del mentón como si se lo quisiera arrancar de cuajo.
Se quedaron silenciosos. Desde el cielo el sol se mostraba pletórico, ardiente sin clemencia. Un celaje sin aves, sin viento, replegado su innato azul en los deslumbrantes rayos solares. El resto de los internados seguían sus entretenimientos artísticos a la sombra de la techumbre de cañas. Eran escasos los que se comunicaban entre sí, se afanaban en sus lienzos, cuadernos, hojas, toscas esculturas en ramas a golpe de formón. Peter se estrujaba las meninges en otro de sus crucigramas, cada vez más consumidos por los internados. Levantaba la vista de su cuaderno preguntándose, tal vez, qué clase de conversación tendría Demetrio Villalobos con los mermados miembros de la Sociedad de Autores. Tomás, recogido su cuerpo endeble en una postura propia de un contorsionista, pintaba su paisaje conceptual en un rincón bajo las cañas. Nada más encontrarse en el patio le preguntó a Peter por el recién llegado, suponiendo una especial afinidad entre ellos, a lo que el interpelado le contestó: "Asuntos propios de los grandes artistas, Tomás".
Pronto los dos hombres apartados se vieron vigilados por el dron de turno. Su silencio se vio atacado por el leve zumbido del aparato. Bajaba y subía unos metros sobre sus cabezas girando lentamente su contorno hasta que controlaba el audio y video adecuado.
— ¡Joder, me pone frenético el pajarraco este! -exclamó Villalobos, incorporándose torpón.
Dio unos manotazos en el aire como si quisiera espantarle.
De pronto, el dron accedió a los deseos de Villalobos: detuvo su ronroneo, se quedó unos instantes paralizado en el aire y se estrelló a plomo contra el suelo. Saltaron esquirlas de su carcasa como perdigones sin rumbo.
Rufus H. se incorporó súbito para encontrarse con los ojos espantados del otro. El aparato yacía bocarriba a unos metros de sus pies, justo al lado del botijo.
— Parece que llegó la hora, Demetrio -dijo escudriñando al inanimado dron- Antes de lo que vaticinaste.
Villalobos sacó del bolsillo de su mono un pañuelo para enjugarse el abundante sudor que sembraba su frente.
— La fiesta ha comenzado. Tendremos que hablar con los demás, compañero.
— ¿Qué les dirás?
— Nada en absoluto, tendrán que verlo ellos mismos. No hay vuelta de hoja, Rufus.
Abandonaron el pasillo y fueron encaminándose por el patio hasta los demás. Los drones, tendidos sobre el cemento bruñido, comenzaban a llamar la atención de algunos de los internados. Eran poco más de las once de la mañana.