Valentín Tomé
Res publica: La farsa pedagógica
En la práctica científica es habitual que aquel investigador que esté intentando elaborar una teoría explicativa sobre el fenómeno que está estudiando, readapte sus hipótesis en función de si estas son coherentes o no con lo que la realidad le manifiesta. Esta estrategia es dictada directamente por el sentido común, no se hace necesario consultar ningún manual clásico sobre cómo debe actuarse para seguir el método científico. Armado con esta sencilla regla de la razón crítica y de una buena navaja de Ockham, aquella según la cual «en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable», es decir ante dos teorías para explicar un fenómeno, la más sencilla tiene más probabilidades de ser correcta que la más compleja, el científico tiene lo suficiente para ir tirando.
Todo esto, que es fácilmente comprensible por cualquiera, se halla muy lejos de la práctica habitual de los que han venido en llamarse teóricos de la educación, también conocidos como pedagogos, los cuales, a pesar de no ser especialistas en ninguna materia específica, son capaces de mostrar a esos especialistas cómo enseñar a enseñar los conocimientos sobre esa materia. La influencia de estos gurús en todos los ámbitos educativos es tal, que no hay ley de educación de las últimas décadas que no haya sido desarrollada siguiendo los principios clave dictados por estos científicos de la educación (a los que se les presupone mayor conocimiento, al menos práctico, en estos temas, me refiero a los docentes, rara vez se les consulta sobre estos temas trascendentales). Pero su influencia no sólo se demuestra en estas altas esferas sino también a pie de campo. Los departamentos de Orientación de los centros de secundaria han pasado a ser los que cuentan con más personal especialista.
Es bien cierto que los principios de esta Ciencia, como los de cualquier otra, están continuamente siendo sometidos a revisión y a evolución constante, aunque en este caso es tal su celeridad y su grado de contradicción interna en los mismos, que resulta complejo decir incluso qué es lo que se está investigando realmente y qué se pretende lograr con ello. Pero no desesperemos, si somos observadores atentos podemos vislumbrar un patrón que se ha dado siempre en las últimas décadas en nuestro país: cada vez que somos víctimas de una crisis económica, salta a la palestra la necesidad de revolucionar nuestro sistema educativo, el cual se ha quedado, según estos gurús, irremediablemente obsoleto. Así, si el desempleo juvenil alcanza cifras alarmantes, la causa del mismo habría que encontrarla en la incapacidad de nuestro sistema educativo para adaptarse a las necesidades de la nueva economía.
De esta manera se le atribuye a la educación propiedades cuasi-mágicas. Unos altos índices de desempleo juvenil, de pobreza infantil o de desindustrialización en el país tendrían su raíz en nuestro deficiente sistema educativo, y más concretamente en la resistencia de los docentes a abandonar los métodos tradicionales de enseñanza. La globalización salvaje, el dominio del capital financiero frente al productivo, la reducción significativa de impuestos a las rentas más altas o las deslocalizaciones en búsqueda de abaratar los costes laborales, serían causas secundarias de lo que le está ocurriendo a nuestros jóvenes en el reino de lo material. Las causas principales habría que buscarlas en el empecinamiento de muchos docentes por el dictado, las clases magistrales, la memorización o la tiza y la pizarra.
¿Por qué cosas habría que sustituir entonces todas estas estrategias de enseñanza antediluvianas? La nueva piedra angular para tener "educadores del siglo XXI" de la calidad requerida son las cuatro C: creatividad, pensamiento crítico, comunicación y colaboración. La creatividad en el entorno educativo significa aquí, según un reciente informe de la CEOE, la capacidad de "generar soluciones imaginativas en un mundo complejo" y "producir innovaciones efectivas que añadan valor para la industria y los servicios"; el pensamiento crítico se ciñe a "distinguir lo fundamental de lo superfluo en la actividad empresarial" e identificar "los errores y los aciertos y aprender de ellos para la mejora del desempeño laboral"; la comunicación sirve para "transmitir ideas y conocimientos de interés para los negocios" y la colaboración significa "capacidad para trabajar en equipo, particularmente en los modernos ambientes laborales". En definitiva, el educador del siglo XXI debe adoptar el enfoque competencial, abandonando el vetusto academicismo de la transmisión de saber, y convertirse en un coach capaz de entrenar correctamente al "capital humano" demandado por el mercado laboral.
Para "traducir" todas estas estrategias tan excesivamente economicistas a un lenguaje aceptable para el mundo educativo se hizo necesaria la intervención de todo un ejército de pedagogos. Armados, como maestros hermeneutas, de anglicismos y neologismos (visual thinking, scaffolding, coaching…), presentaron los nuevos dogmas a la comunidad docente, muchos de los cuales se entregaron de manera acrítica en los brazos de los nuevos apóstoles, esperando hallar en ellos y en su jerga salvífica la solución a todos sus males. Si algún profesor obtenía un alto porcentaje de suspensos en algún grupo en su materia, en seguida se hacía necesario hacer una dura autocrítica y revisar de arriba abajo todas las estrategias didácticas desarrolladas pues es en ellas donde se encontrarían las causas de los males resultados. No haber tenido en cuenta las necesidades especiales de ese grupo, no haber llevado a cabo una enseñanza individualizada (a pesar de contar con treinta estudiantes en el grupo) o no haber prestado suficiente atención al desarrollo de la inteligencia emocional, serían algunos de los pensamientos revisionistas que debe realizar todo docente ante tal fracaso. Variables como el entorno socio económico de esos alumnos, el nivel de estudios de sus progenitores, o sus motivaciones personales, así como la responsabilidad o disciplina de cada alumno ante su propio proceso de aprendizaje, adquieren en el mejor de los casos un perfil secundario. De tal manera que muchos pedagogos ponen como ejemplo de sus paradigmas a Finlandia, sin que al parecer los buenos resultados académicos de este país tuviesen nada que ver con su riqueza material, el alto porcentaje de nivel de estudios superiores entre sus ciudadanos, la facilidad para la conciliación familiar, la casi nula presencia de inmigración o pobreza infantil, o incluso un clima frío que invita al recogimiento y a permanecer en el hogar; y sí estuviesen más relacionados con la inexistencia de barreras físicas entre las aulas, la mayor tolerancia al error entre el profesorado, la autoevaluación por parte del alumno o al aprendizaje basado en proyectos. Todo ello sin entrar a valorar siquiera el gasto educativo de este país, uno de los más altos de Europa, o la titularidad pública de prácticamente todos sus centros educativos.
Cuando semejantes hipótesis se asumen como las principales a la hora de explicar unos malos resultados académicos, teniendo en cuenta además todas las objeciones planteadas anteriormente, es evidente que nos encontramos ante algo que dista mucho de poder ser considerado una Ciencia, y por lo tanto un referente para diagnosticar nuestros "males", si es que los hubiere, de nuestro sistema educativo y mucho menos proponer una "solución" a los mismos. Así, la pedagogía, en su estado actual, se muestra como una pseudociencia al servicio de las élites como justificación de los problemas materiales.