Kabalcanty
El pasajero del sueño (11ª parte)
En el pasillo de los refrescos y zumos se hallaba un tipo vestido de militar. Llenaba un carro de hipermercado con cajas de refrescos de cola como si deseara hacer acopio para meses. Lo hacía con la misma rapidez que avidez por colocar las cajas para que le cupieran en el carro el mayor número de ellas.
— ¡Te pillamos, teniente Alfonsito! -gritó Rubio, sorprendiendo al militar.
Le recordé a la primera sólo que tenía el pelo más corto y había ganado algo de peso, pero sus gafas de fino alambre y su expresión asombrada que acababa en una risa floja estaban todavía innatas en él.
A pesar de los años en que no nos veíamos, nos reconoció.
— Tú ya apuntabas maneras de calvo -dijo tras abrazarnos- y tú, Rubio, tienes la misma jeta de mamón que entonces. Os hubiera reconocido siempre.
El uniforme le quedaba muy ajustado: los botones de la guerrera estaban tirantes a reventar y los pantalones contenían sus piernas rígidas hasta dificultarle el movimiento.
— Pues fíjate que el tontohaba este no se me acordaba de mí -dijo Rubio señalándome con grosería.
Tenía la gorra de plato de teniente en el carro, sobre el montón de cajas de cola, y lucía los galones sobre los hombros con una pizca de altivez pues nos buscaba los ojos deseando esa dirección. En el trabajo fue el típico "niño" despistado e inútil (era ocho o nueve años más joven que nosotros) y nadie daba un céntimo por su futuro. Sin embargo, yo le recordaba con toda nitidez como una de las personas más bondadosas de esa época de mi vida. Al igual que con mi mujer adolescente y con mi madre, Alfonsito me hacía sentir bien, a gusto con mi entorno, real, y no era ningún extraño para mí.
— Bueno, bueno –dijo entre esa jovialidad natural que siempre le caracterizaba- ¿qué tal os ha tratado la vida, compis?
Le contamos un poco por encima nuestro pasado; el mío fue tan breve y escueto como lo fue extenso y grandilocuente el de Rubio.
Para diferenciarme en algo, mencioné mi viaje a Marte del próximo día.
— ¡¿No jodas?! ¡Qué experiencia tienes por delante! Te envidio de verdad porque me encantaría verme metido en ese follón.
— Es estupendo -comentó Rubio con visible desencanto- No me dijiste nada antes.
Alfonsito nos propuso acompañarle a su coche para dejar el cargamento e irnos después a tomar algo para celebrar nuestro encuentro.
Rubio aceptó encantado.
— Yo, algo rápido, he quedado con mi mujer y unos amigos dentro de un rato; ya sabéis, las despedidas.
Tras pasar por la caja salimos al parking. Alfonsito nos llevó hasta un flamante Ford Breaker 2200 de matriculación reciente.
— Anda que va sin auto el niño –comentó Rubio dando un silbido.
— Es que todo lo que gano es para mí, ni mujer ni hijos -dijo Alfonsito con modestia- Y ya sabéis que el ejército paga bien.
Le pregunté por esa vecina rubita que le traía a mal traer de tanto como le gustaba.
— Eso es la edad de piedra, al final se las piró con un bombero, sí, con uno que entonces opositaba para serlo. Luego hubo varias, pero sin importancia. Soltero y sin compromiso.
Lo decía triste, compungido, y se reflejaba en su mirada que perdía su franqueza límpida. Eso sí, como tiempo atrás, su pena apenas duraba, cambiaba de tema y volvía a sonreír aparentemente intacto.
Propuso ir a un bareto cercano al supermercado. "Lo conozco porque, a veces, quedo con un colega para irnos de marcha".
— Pues corren malos tiempos para esa marcha, Alfonsito. Los putos virus de los cojones.
Mencionó Rubio.
— Todo es peor, ya. -contestó el otro- Pero ahora es ahora y este disfraz no parece el mejor para ir de marcheta con unos colegas ¿no?
Con dificultad se fue desprendiendo del uniforme bajo el que se ocultaba el mono amarillo del logotipo azul.
— ¡¡Tachánnnnn!! –exclamó, inundado por carcajadas, cuando se quedó de amarillo.
Nosotros reímos de buena gana con la gracieta.
La niebla caía densa sobre el parking. Las cabezas de las altas farolas parecían naves extrañas flotando entre nubes cercanas. Caminábamos riendo con recuerdos de tiempos laborales muy lejanos, tiempos en los que el mundo, la vida, parecía estar esperándonos para darnos siempre una sorpresa agradable. Ninguno se atrevía a mencionar el presente porque, tal vez, esa circunstancia nos separaría irremediablemente. Nos demorábamos con la seguridad de tener atrapada una realidad que ya era nuestra, que nadie nos podría cambiar, que ni siquiera un mal sueño podría desvirtuarla.
En un momento dado seguimos la charla Alfonsito y yo, Rubio se había perdido entre la niebla como si formase parte de ese conglomerado húmedo y banal que se enroscaba en la noche otoñal. Ninguno de los dos le echamos en falta. Salimos de la explanada del parking y cruzamos por el semáforo que custodiaba la rotonda de acceso a la A-42.
— ¿Recuerdas a aquella araña rara que vimos, engordada por muchas otras pequeñas en su chepa, que salieron disparadas cuando la tocamos con la bota? -le dije de improviso.
La neblina relucía el perfil de Alfonsito. En los cristales de sus gafas se afanaba una gotita por escurrir lente abajo.
— Nunca lo olvidé, tío -contestó con una aprensión que le envolvió de lobreguez.
Frente a nosotros, unas lucecitas verdosas intermitentes eran una acogedora certeza. Pero antes era necesario cruzar un reducido jardín iluminado con una vetusta y mustia farola.