Carlos Regojo Solla
Invierno
El médico me recibió de pie mientras corría la cortina de una ventana que tenía a espaldas de su mesa. Me pidió que me sentara en un tono de voz cálido y amable, con la autoridad que le confería su posición de médico, por todos reconocida. Esperó a que yo lo hiciese para hacerlo él. Pasó un unos segundos ordenando unas carpetas azules sobre la mesa, un mueble clásico a juego con las dos sillas, la suya y la mía, únicas piezas de valor en la amplia habitación, aparente vestigio de lo que debieron ser los muebles de un salón trabajado por un ebanista de finales del diecinueve. Una vez sentado, el doctor medio se incorporó, para colocar una bonita estatuilla de porcelana, un par de veces; ora en la izquierda, ora en la derecha. Se trataba de una pieza muy colorida de aparente gran valor, tal vez un regalo, que representaba a una sirena y a un payaso sentados en una roca, al borde del agua, en actitud de preocupación, como dando a entender la imposibilidad de un amor imposible. Aquella indecisión para colocar concretamente la figurilla en uno u otro lugar, junto a la tardanza en comunicarnos, provocó mi atención y mi desasosiego. Cuando, por fin se decidió, terminó dejándola peligrosamente esquinada, a punto de caerse, mas a mi alcance que al suyo, de forma tal que, obedeciendo a un impulso, alargué la mano para centrarla un poco más en la mesa, con el fin de evitar que cayese.
- Oh!, perdón – le dije- Creí que se caía.
Hizo un leve gesto de afirmación, como quitándole importancia, mientras sacaba de una vieja caja de habanos un pequeño haz de láminas sujetas con una goma elástica.
Escucha – me dijo, - en la sesión de hoy te voy a mostrar unas figuras. Debes decir que ves en cada una de ellas.
Asentí con la cabeza. Había reconocido la prueba.
- Conozco la prueba – le dije, ¿importa?
No, no importa, tú dí que ves- dijo al tiempo que me mostraba la primera, una mancha simétrica que traduje al instante.
-Cabeza de mosca aplastada -le dije sin vacilar.
Levanto su cabeza y se me quedó mirando un rato. No dijo nada y mostró la segunda, similar a la primera.
-Cabeza de mosca aplastada, volví a decirle.
Esta vez su mirada fue más intensa. Tardó unos segundos en tomar una decisión. Seguramente supuso, acertadamente, que seguiría contestándole que todas las láminas, para mí, eran lo mismo; entonces extendió sobre la mesa el resto de las mismas vueltas en un supuesto derecho y preguntó
- Ves algo más en cualquiera de éstas otras que no sea cabeza de mosca aplastada?
- No, -le respondí; añadiendo -todas son eso, cabezas de mosca aplastada?
- Explícame eso, ¿por qué todas las figuras que te muestro son para tí cabeza de mosca aplastada?
No quise prolongar más aquella situación a no ser que le contase algo nuevo que ni la psiquiatría tenía recogido en sus volúmenes y, comprendiendo que aquella sería mi última sesión le dije:
-Doctor, cuando llegue el verano y proliferen los insectos le daré tema para un estudio nuevo.
Me levanté, le extendí la mano y, ante su estupefacción, me fui.
Cómo le iba yo a explicar la forma de cazar una mosca rolliza, como había hecho miles de veces, arrancarle la cabeza, meter ésta en el pliegue de una cuartilla doblada en dos mitades, aplastarla con la uña del dedo índice hasta oír el chasquido correspondiente, remover el conjunto con el mismo dedo y ver el resultado, distinto cada vez, si era invierno y no había moscas?
Claro que, pensándolo bien, tal vez...