Kabalcanty
El mundo más allá del canalillo (y 6ª parte)
Dejamos atrás al hombre pequeño y al perrazo mientras nos saludaba con la mano envuelto en su sonrisa bobalicona. Subíamos la calle Marqués de Viana silenciosos, confundidos, asustados por todo lo que llenó aquella tarde invernal de sábado. Alguno quiso decir algo, creo que fue Ramón, sin embargo se dio cuenta que las palabras sobraban para descifrar el estado de ánimo en que nos encontrábamos. Los peligros al otro lado del Canalillo, una vez vividos, parecían de menor envergadura de lo que nos habían contado. Pero habría que degustarlos tiempo adelante, mañana domingo quizás.
En nuestro encelado mutismo, todavía no éramos conscientes de la que se estaba liando calle arriba. Obviamente nuestros familiares habían perdido la paciencia hacia bastante rato. Mi abuelo había alterado su cena de las inamovibles 8,30, viendo ya empezado su "Rumbo a lo desconocido" por el UHF, por el revuelo que se había formado en el patio. Mi abuela fue la primera que dio la alarma a Pepita y a Pino, madres de Benito y mi primo, a la que se fueron sumando la señora Carmen y su hija Luisa, la Hilaria, la Obdulia, la Narcisa, la señora Pilar, el señor Ángel y su perro Viruta. Voceando, cada cual con más intensidad y razones, daban pistas, posibilidades, opiniones, de dónde podríamos encontrarnos a esas horas de la noche. Los gatos, desde los tejados del patio, deberían estar observándolos con las orejas tiesas y esa indiferencia tan notoria en el guiño pausado de sus ojillos.
— Anda que con los sacamantecas que andan sueltos cuando arrecia lo nocturno.
Decía la señora Carmen tras sus lentes redondos de culo de vaso.
— ¡Calle, madre, que ahora son macarras esos que llama usted!
Le reprendía su hija Luisa, colocándose una de las infinitas horquillas que enaltecían su moño.
— Ya verán ustedes como todo es nada más que una de sus chiquilladas.
Aconsejaba sosiego la señora Pepita tras su impoluto mandil blanco.
La tía Fina llegó para echar más leña al fuego.
— ¡¡Que en ca el paisano hay una pelea con sangre!!
— ¡Ay, Señor!
— ¡Me cachis en la mar!
Todos gritaron alarmados dándose manotazos en los muslos, apretando los puños y dando bandazos arriba y abajo del patio.
— Haya paz entre los feligreses -apareció Nicanor, dueño de una cacharrería junto con su mujer Tori- Que no hay críos en esa pelea. Son dos borrachuzos que si el Madrid que si el Atleti. Altercado futbolero sin más.
Todos quedaron expectantes al oírle. En estas ocasiones de alteración de la rutina pública se le tenía muy en cuenta. Nicanor había sido falangista, de lo cual conservaba su insustituible camisa azul con insignia, y después conductor del mismísimo general Juan Yagüe durante más de veinte años, todo lo cual le daba un grado en el barrio de militar comprometido y hombre de acción en los casos de urgencia extrema.
— Lo primero es la estrategia a seguir para dar con las criaturas. –sentenció, colocándose en el centro del corrillo y remontando sus gafas de cristales oscuros sobre su narizota venosa y rojiza- Que lo mismo están por ahí dando patadas al balón y santas pascuas.
Mi abuela se abrió paso en el corro.
— A ver si nos vienes amansando como lo hace ese, el Tanis, -señaló con desdén hacia la puerta de su casa- viendo con sus santos cojones a marcianos de la quinta puñeta mientras los niños andan en manos de Barrabás.
Todos asintieron en un murmullo.
— No, Upe, no -contestó Nicanor obsequioso- Que lo que digo es que tampoco son las mil y gallo, y por retrasarse una horilla o así estamos formando, a lo mejor, un espolio por demás.
— Esos niños a estas horas han cenado y están a buen recaudo en sus casas, qué caray.
Dijo Hilaria, la viuda del bajo izquierda, una cotilla con charreteras y medalla al mérito.
— Sólo os pido una estrategia de moderación. -anunció Nicanor, haciendo con sus manos un gesto de templanza.
En esas estaban todos cuando aparecimos los tres con la cabeza gacha y el cuerpo en vilo por las tortas que veíamos venir.
Y en efecto fue mi primo el primero que las cató. Pino se dirigió hacia él decidida y de un tortazo le volteó la cara enderezándosela la tía Fina con un sopapo con la mano abierta y en mitad de cogote.
Luego yo, tras un envolvente y emotivo abrazo de mi abuela, me cruzó el rostro con un tortazo con el cual tuve el carrillo enrojecido dos días.
— ¡Siempre dando disgustos a esta vieja! -me reprochó lanzándome perdigones como dardos envenenados- Pues ¿sabes lo que te digo? Que te aguante tu madre a partir de hoy, que esta vieja está de niños y de grandes hasta el papo.
Tampoco Benito se iba a librar aunque fuera el último. Se acercó primero Nicanor para tirarle de las orejas con cierta complacencia, pero su madre no se conformó y le arreó un par de capones de maestro eclesiástico que le procuró rascarse la cabeza más de diez minutos.
Nos miramos los tres a hurtadillas cuando cada cual tiraba para su casa, dolidos y excitados, calientes y tan niños como horas antes, y pensando que mañana sería domingo y nos volveríamos a ver para jugar a cualquier cosa.
La reunión se fue dispersando perezosamente.
— Pues yo mañana haré paella que es domingo.
— Pues yo lo mismo hago una buena sopa de ajo que a César le vuelve loco.
— Y a misa de primera hora que luego se pone la iglesia de bote en bote.
— Y además te ahorras la vergüenza ajena de esas falditas cortas enseñando las rodillas con las que van algunas a la Casa del Señor.
— ¡Ay, qué tiempos!
— Si mi Leocadio levantara la cabeza.
— Pues si tu Leocadio levantara la cabeza se daría un morrón de aúpa con la lapida, mujer.
— Qué guasa tienes, Obdulia.
— Venga, señor Ángel, que le invito a un chispazo de "buenas noches" donde el Félix -dijo Nicanor, cogiéndole por el hombro.
El señor Ángel tenía una carpintería en la calle, junto al portal del patio, siendo un hombre tenido por cabal, callado y trabajador al que jamás se le veía por los bares. Hizo un gesto de ineludible compromiso a su mujer y se dejó arrastrar al bar de Félix.
— Pero no bebas más de una que a ti las borracherías no te van.
Le gritó la señora Pilar llevando en brazos a Viruta.
— Es que ya lo dijo un fariseo: donde hay críos hay jaleo. ¿Verdad, Ángel?
Terminó la frase Nicanor con su risa aguardentosa de costumbre.