Kabalcanty
Montones de chatarra (Parte 2ª)
— Siempre cantas esa tonta canción, y no te sabes la letra, encima.
Dijo Mat, sorbiendo el cartílago de un hueso.
— Mientras canto me dejo llevar por los recuerdos de chicas guapas y complacientes. Así tengo arsenal para cuando me la pelo.
Mat sonrió de medio lado.
— Después de tanto tiempo ni sabríamos follar ni ninguna lo haría con nosotros con las pintas que tenemos ahora. ¡Olemos a pocilga!
Habló, mientras fue a la puerta a lanzarles los huesos a los animales.
— ¡Bah, te tienes poca estima, Mat!
Le ofreció el cigarrillo ya liado y le tendió un mechero.
Al dar la primera calada, Mat comenzó a toser.
— Es verdad: ni siquiera tu parienta se te abriría de piernas, eres un cascajo con olor a cerdo, coleguita.
Pat volvía a clavar sus ojos en el bajo del armario. Se había sentado espatarrado muy cerca del mueble, escudriñaba los aspavientos del otro hombre sorteándolos con la vigilancia a la botella oculta. Mandaba circulitos de humo a la altura, barridos en cuanto topaban con la corriente de aire del ventilador, al tiempo que alargaba la mano.
— Bebe para que se te pase la tosferina -dijo Pat, aprovechando la ocasión.
El otro cogió la botella por el cuello y bebió con ansiedad.
— Uff, mejor sí -dijo, yendo a sentarse junto al otro mientras le chorreaba el licor barbilla abajo- Pero no me gusta que mientes a mi parienta. Joder, se quedó atrapada entre los escombros de la casa como la mitad de los vecinos. Recuerdo que aquel día estaba yo enluciendo una fachada subido al andamio. Pasó todo rápido.
Hablaba aprisa, sin sentimiento, un recuerdo congelando en el limbo.
Pat asintió. Sacó otra botella del bajo del armario para colocársela a su lado.
— A la mía le pilló en el metro –dijo, después de un largo trago- Cayeron como chinches todos los que iban en el metro. Llevaba a los dos críos al colegio.
— Ya, cientos de miles -Mat se frotó la frente bajo la gorra- Se jodió la conexión a internet y todo se fue a tomar por culo. Creo que bastante antes del terremoto las conexiones ya fallaron.
— O los chinos, los rusos o los americanos…… ¡Quién coño sabe quién empezó!
— Fue rápido, eso sí.
Mat bebía a cada palabra. Tiró la colilla del pitillo con ira pateando el suelo sin acertarla.
— ¿Tú crees que todos sabíamos que esto iba a pasar tarde o temprano, Mat?
Se encogió de hombros con desdén.
— Me importa una mierda si lo sabíamos, el caso es que los que hemos quedado aquí estamos más jodidos que los que la espicharon.
Pat acercó su rostro curtido al de su compañero para darle un soplido.
— ¡Rediós, qué haces, hostias!
Mat se echó hacia atrás en la silla en un respingo.
— ¡Estamos vivos, joder! -exclamó Pat, muerto de risa- De lo que trata la vida es de vivirla, coleguita. Que perdimos seres queridos todos, siiiiii……. Pero respiramos ¿O no? Haremos otro mundo, Mat. Vicky nos lo dice y ella tiene más luces que nosotros.
— ¡Que pollas sabe esa bruja! -exclamó Mat, yéndose hacia el umbral de la puerta.
La tarde iba cambiando la luz sobre los montones. Se iban confiriendo más homogéneos, menos abigarrada la chatarra, la basura, el escombro, como si la luz más apagada los convirtiera en auténticas cordilleras y se pudiera esperar una vegetación hermosa cubriéndolas. Los perros y los gatos buscaban reducir su sed en los charcos oleaginosos que se formaban en la base de los montículos. Los pájaros picoteaban indolentes al calor. Daban largos vuelos en busca de bebida pero regresaban para seguir su titánica tarea.
En ese momento, Mat presenciaba una pelea de perros. Cinco o seis canes famélicos pugnaban por hacerse con el pellejo arrugado y reseco de algún otro animal. Gruñían, enseñando sus dientes renegridos, tironeando de la piel hasta que rasgaban algún pedazo. Luego, devoraban su bocado algo retirados de los demás y volvían a la gresca cuando tragaban.
— Vaya animales hijos de puta. Ven a ver el nuevo mundo, Pat
Masculló Mat, apoyado en el quicio de la puerta.
— Poco a poco, amiguete, poco a poco.
Contestó el otro desde adentro.
Una hora después los dos hombres estaban sentados en la trasera del barracón con las dos botellas vacías a sus pies. Tenían las piernas estiradas y la espalda contra el panel de policarbonato. Tenían un aspecto soñoliento con las viseras bajas de sus gorros y colgándoles unas colillas apagadas entre sus labios.
— No deberíamos haberle pegado a la botella -dijo Pat con la evidencia del alcohol en su lengua.
— Ahora arrepentido, ya te lo dije, mamón. La temes, ¿verdad? -advirtió el otro abriendo las manos en un gesto.
— Ella nos deja que trabajemos aquí, es mucho. Te gustaría que anduviésemos vagando por ahí y metiéndonos en peleas como otros muchos.
— ¡Gilipolleces, Pat! Ella está tan engañada como nosotros. -se quedó unos instantes reflexionando, descendiendo su dedo por la nariz varias veces- Necesitamos engañarnos todos.
No escucharon el ruido del motor del Land Rover ni siquiera el de la gravilla rechinando bajo los neumáticos. El coche se detuvo junto a la cinta transportadora apagada. Era un modelo muy anticuado, años sesenta del pasado siglo, y la carrocería presentaba diversas abolladuras y roces. Primero se apeó un hombre con un traje oscuro demasiado justo y rozado en las coderas. Acto seguido abrió la portezuela una mujer morena vestida con un peto vaquero y un pañuelo rojo anudado en lo alto de la cabeza. El hombre fue hasta ella y le hizo un gesto de incredulidad.
— ¡¡Toca el claxon hasta que yo te diga!! -dijo la mujer briosa.