Manuel Pérez Lourido
Fin de la tregua
Se escuchan en el aún esplendoroso solar de Septiembre los agonizantes sonidos de Agosto, envenenado de días soleados, y ya asoma la patita el otoño. O mejor, una sonrisa a lo Nicholson por el hueco de la puerta, los ojos dementes y el hacha criminal en la madera.
Como una película de terror, cuando debería ser esto una romería a Nuestra Señora de Todos los Milagros en Uno Solo (tener un puesto de trabajo). Y ahora los preparativos para la batalla diaria: incrustar el cuerpo y la mente en un conglomerado de lugares y acciones, de gestos e intenciones que dan forma a eso que denominamos rutina, tan denostada y tan necesaria para mantener la cordura.
Ya ha quedado atrás, redimido, embalsamado en fotografías, cauterizado con sal y cerveza; celebrado con reencuentros y cenas; exprimido entre música y noches; siempre semejante y continuamente distinto: el tiempo al que pertenecíamos cuando éramos jóvenes "y de nuestros hombros colgaban las camisas tan bien como de perchas" como explicó José Mª Parreño.
Ahora nuestro tiempo es más bien este otoño que se aproxima con paso de buey sabio y paciente, que ya merodea sin disimulo con sus nubes de la mano. El sol es un artefacto gastado que se agota heroicamente hasta hacer de las tardes un remanso sin fiesta y la noche madruga ante nuestros ojos que contemplan al ponerse el día el escenario de una ceremonia de clausura más amplia.
Nos vamos hacia casa como ciervos vacilantes, la duda en forma de camiseta de manga corta, que nos entran ganas de hacer planes de arena para el día siguiente.
Vaciando los bolsillos de nostalgias, enfilemos la nueva carretera con el rostro de los buenos momentos, con la biografía enriquecida por un verano más.
13.09.2013