Kabalcanty
Montones de chatarra (Parte 3ª)
El pitido hizo levantar el vuelo al enjambre de aves en un estruendoso aleteo. Los perros y gatos salieron despavoridos a buscar refugio lejos de la bocina. El aire se llenó de papelillos, bolsas de plástico, cenizas y pequeñas partículas que volaban entre las montoneras cual nube de mosquitos. En pocos segundos el sonido del claxon quedó difuminado por el batir de alas y los graznidos.
Mat y Pat se habían incorporado alarmados. Escudriñaban el vuelo de los pájaros con el fondo plomizo del cielo.
— ¿Qué les habrá asustado? -dijo Pat con voz pastosa.
El otro dobló la cintura dando un resoplido.
— Estamos curdas, Pat, pero que muy curdas.
— Demos un paseo, nos despejará.
Los dos hombres, tambaleándose, salieron de la trasera de la caseta para encaminarse hacia donde se multiplicaban los acopios. La polvareda que levantaba la huida de las aves les impedía vislumbrar al destartalado Land Rover. Fue la mujer, custodiada por el hombre del traje apretado, la que les salió al paso.
— ¡Qué carajo, mírenlos, tan tranquilos y pedos hasta el tuétano!
La mujer les señalaba enfurecida con el dedo acercándoseles a grandes zancadas. Su voz chillona destacaba entre el zumbido.
— ¡Me explicaran esto ya mismo! ¡¡O mejor noooo, no digan nada!!
Les gritó desplegando sus brazos.
El hombre que la acompañaba se colocó en paralelo a ella cruzando las manos sobre su bragueta.
Pat y Mat guiñaban los ojos con el fin de poder ver la silueta de ella. Estaban quietos, oscilantes, y con el rostro congestionado.
— Te pido perdón, Vicky, la culpa fue sólo mía; Mat me advirtió que darle tiento al morapio podría traernos problemas.
Pat se había adelantado un paso y le hablaba a ella con la lengua echa un trapo.
— No te acerques a la patrona.
La voz ronca del hombre del traje estrecho sonó amenazante.
Mat tiró de su compañero y lo volvió a colocar a su altura.
— ¡La habéis cagado, hijos de puta! -vociferó ella, marcándosele unas chapetas venosas- ¡Estáis despedidos!
— Vamos, Vic, que nunca te hemos fallado.
Dijo Pat implorante, luchando contra la confusión que desde su mente limitaba a su lengua.
Mat observaba la escena circunspecto, con las manos metidas en los bolsillos y la gorra de sarga hundida en las cejas. Alternaba su vista entre la iracundia de Vic y la actitud custodiante del hombre, mirándoles con antipatía.
— Joder, danos otra oportunidad.
Pat se acercó de nuevo a la mujer y cuando intentó cogerla del brazo, el hombre sacó una navaja que refulgió en su mano adelantada.
— ¡Quieto, Pat, o te paro! -dijo el tipo interponiendo el arma.
Vicky le miró con desprecio y luego escupió ante sus pies.
— Sois dos putos vagos y ya tenía ganas de perderos de vista. Vámonos, Ed, les daremos tiempo para que recojan la mierda de su equipaje. ¡No quiero veros aquí en un par de horas!
Pat se lanzó impetuoso hacia la mujer.
— ¡No nos jodassss!
Llegó a decir antes que Ed le metiera la navaja en la barriga. Se quedó unos segundos parado, incrédulo ante la herida que le llenaba las manos de sangre.
Tan rápido como Vic se echó unos pasos atrás, Mat le lanzó un puñetazo a Ed en el centro de la frente. Titubeó unos instantes, nublados los ojos, hasta que dejó caer la navaja. Después Mat, armado con un tapacubos de coche que cogió de la base de la montonera más cercana, le fue golpeando en el rostro con contundencia. No se detuvo hasta que Ed tuvo el rostro desfigurado en un amasijo sanguinolento. Mientras Pat yacía de rodillas sujetándose la herida con las manos, Vicky escudriñaba la sacudida agónica de las piernas de su escolta.
— La tortilla acaba de darse la vuelta, puta bruja.
Dijo Mat, recogiendo la navaja y encarándose a la mujer.
— Ponte al volante, putón, y llevemos a mi colega a un médico. ¡Vamos, joder, mueve el culo!
Mat, sin dejar de mirar a la mujer, ayudó a incorporarse a su compañero para llevarle hasta el Land Rover.
— Me las pagarás con tus tripas colgando de un palo de gallinero, cabrón.
Escupió Vicky, inyectados los ojos en sangre.
Era una mujer en torno a la cuarentena, como el resto de los hombres, con una belleza solapada tras un curtido rostro que la presentaba de más edad. Poseía unos cabellos encrespados y apelmazados que sujetaba con el pañuelo anudado dentro de una mixtura desaseada. Tenía un piercing en una de las aletas de la nariz que renegreaba cuando entraba en la carne.
Los dos hombres se colocaron en la parte trasera del vehículo y la mujer al volante.
— Conduce con precaución y llévanos hasta el matasanos. Recuerda que si haces cualquier gilipollez te rebano la garganta, Vic.
La mujer le desafió con la mirada desde el retrovisor pero arrancó el motor.
— Mat, socio, nos estamos metiendo en un gran follón -dijo vacilante el herido.
La sangre mojaba el asiento mugriento del Land Rover.
— Ya no hay vuelta atrás, tío, que pase lo que tenga que pasar. ¡Vamos de una jodida vez, guarra!
Vicky metió la marcha con busquedad para que el vehículo tomara el camino de grava.
Las aves, perros y gatos iban regresando a los montículos dando suspicaces rodeos. El cielo se iba despoblando de alas manteniéndose con su rigor de costumbre y cediendo, poco a poco, la claridad del sol oculto.
El automóvil rechinó las ruedas con estrépito al torcer en la curva que conducía al camino asfaltado. Muchos de los animales giraron sus cabezas para ir viendo desaparecer el coche tras los cúmulos de basura.