Valentín Tomé
Res publica: Colón por el turnismo
El turnismo fue un sistema de alternancia bipartidista característico del sistema de la Restauración borbónica en España. Consistió en la alternancia en el gobierno de los dos partidos dinásticos: conservador y liberal.
La formación de gobierno por parte de cada uno de ellos no dependía del triunfo en las elecciones, las cuales estaban fundamentalmente amañadas, sino de la decisión del rey en función de una crisis política o de desgaste en el poder del partido gobernante. Cambiarlo todo para que nadie cambie era el principio dominante. Su origen estuvo en la exigencia de Práxedes Mateo Sagasta de que el rey llamase a gobernar en 1881 a su partido como alternancia al de Antonio Cánovas del Castillo. Esta práctica artificial impulsada por Cánovas y Sagasta y que tomaba como modelo el sistema británico, acabó con el limitado pluralismo político existente.
Para implementar este sistema se seguía un algoritmo con dos sencillos pasos:
• El rey llamaba a gobernar a uno de los dos grandes partidos del sistema: si gobernaba el Partido Liberal, llamaba al Partido Conservador y viceversa.
• Como el régimen de la Restauración era un sistema parlamentario, se hacía preciso que el nuevo gobierno contara con el respaldo de las Cortes. Para ello se convocaban nuevas elecciones, que se manipulaban para que obtuviera mayoría el partido que debía formar el gobierno.
Una de mis anécdotas favoritas que resume mejor que cualquier tratado el espíritu de la época la recoge Paul Preston en su libro Un pueblo traicionado. Recuerda el historiador inglés el caso de un cacique de Motril que recibió los resultados de las elecciones en el casino y, tras hojearlos, declaró: "Nosotros, los liberales, estábamos convencidos de que ganaríamos las elecciones. Sin embargo, la voluntad de Dios ha sido otra –y tras una pausa, añadió–: Al parecer hemos sido nosotros, los conservadores, quienes hemos ganado las elecciones".
Este fue el régimen dominante en nuestro país, el de una dictadura encubierta, hasta el experimento democrático de la II República al cual se le pone fin a través de un golpe militar, cayendo nuestro reino en la larga, oscura y sangrienta noche del franquismo.
Tras la muerte del Caudillo, entramos en ese periodo de incertidumbre política que los historiadores conocen como Transición, del que ya hemos hablado con más detalle en otros artículos. Como recordarán nuestros lectores, se trata de un periodo que nada tiene que ver con el que nos relata la historia oficial. En juego se encontraban multitud de intereses que desde diferentes posiciones hacían de aquellos tiempos una ventana de oportunidad, donde estaba todo aún por decidirse. Frente a la tutela de EEUU y sus planes para el futuro de nuestro país recogidos en multitud de documentos secretos hoy desclasificados, nos encontrábamos con fuertes movimientos de protestas social surgidos fundamentalmente en la lucha antifranquista que dejaron un reguero de muertos por parte de las Fuerzas de Seguridad del Estado y organizaciones paramilitares.
Toda aquella incierta efervescencia desaparece tras el Golpe de Estado del 23F, momento en el que la mayor parte de los historiadores sitúan el final de la Transición. De repente todo cambia de estado, se solidifica y se restaura así el turnismo decimonónico.
Como ya saben nuestros lectores mayores de edad, hoy disponemos de abundante documentación para poder afirmar que el Golpe fue perpetrado por el general Armada bajo las órdenes del Rey Juan Carlos con la intención de apartar a Adolfo Suárez del Gobierno, el cual el monarca y sus asesores consideraban una pieza fundamental en ese periodo de incertidumbre que ponía en peligro los intereses de las élites dirigistas del proceso. La propia Pilar Urbano, poco sospechosa de ser periodista antisistema, lo recoge así en su libro y a través de múltiples fuentes La gran desmemoria. Lo que Suárez olvidó y el Rey prefiere no recordar. La periodista no hacía otra cosa que confirmar lo ya señalado por otros autores como Abel Hernández, Alfredo Grimaldos, Enrique de Diego o Luis Miguel Sánchez Tostado.
En definitiva, se cumplían así los planes diseñados por la CIA para nuestro país desde el Congreso de Suresnes de 1974. En un "briefing" llamado 'España: el nuevo sistema de partidos', publicado en noviembre de 1982, se puede leer: "La elección entre la democracia social y el liberalismo conservador es la norma en la mayor parte de Europa, y su emergencia en España sería la confirmación final de que África empieza en el estrecho de Gibraltar, y no en los Pirineos". "Es poco probable que el PSOE y Alianza Popular lleguen a turnarse en el poder hasta el año 2000" (¡sólo se equivoca por una legislatura!). "Creemos que la disciplina del PSOE, la moderación ideológica y su pragmatismo le dan al partido la posibilidad de mantenerse los próximos cuatro años". España restauraba así el turnismo donde dos partidos podían diferenciarse en el terreno de las tradiciones y las costumbres (derechos civiles), pero compartían el tronco fundamental de la política económica neoliberal de la (pos)modernidad. Los nuevos Cánovas y Sagasta pasaban a ser González y Aznar, y posteriormente, Zapatero (aunque este de un modo más atípico como veremos) y Rajoy.
Pero en esto llegó Pedro Sánchez, y su famoso "no es no" en la investidura de Rajoy, y saltaron todas las alarmas. La cúpula de su partido lo tachó de irresponsable, insensato sin escrúpulos fueron los términos del, hasta ese momento siempre afín al partido socialista, diario El País. Fue purgado por su partido. Pero cogió su "Peugeot" y recorrió España para "buscar el apoyo de la gente". Frente a la opinión contraria de la mayoría de los barones y del viejo aparato del partido, volvió a ser elegido secretario general con el apoyo de las bases. Tras el éxito de la moción de censura contra Mariano Rajoy de 2018, y probar las mieles del poder, las cartas estaban echadas. Volvería a ser presidente del Gobierno, aunque para ello tuviese que romper con el paradigma político dominante en nuestro país: el turnismo. Y de su mano, y no sin múltiples titubeos y empujado por los últimos resultados electorales, Unidas Podemos entró en el Gobierno. Y desde ese día, aquella herejía trajo consigo la ira y la furia de los barones, de la gerontocracia socialista, de la derecha, de los principales medios de comunicación y de las élites económicas.
Lo acusaron de pactar con filoetarras. Poco importaba que ETA hacía tiempo que ya estaba disuelta o que Bildu en sus estatutos condenaba la violencia y el terrorismo. O que, por poner un ejemplo, el portavoz del PP en el Senado cuando era alcalde de Victoria llegara a acuerdos presupuestarios con Bildu y se felicitara por ello.
Se decía que a cambio de su presidencia había pactado con "separatistas". Nadie pareciera recordar que durante los años del turnismo, los dos grandes partidos nacionalistas vasco y catalán fueron la muletilla utilizada por los diferentes gobiernos para sacar leyes adelante normalmente en contra de los intereses de la clase trabajadora. O que incluso Aznar llegara al poder en 1996 gracias al apoyo de PNV y CIU, a cambio de darle más competencias a Cataluña y del apoyo de su partido a los de Pujol en el gobierno regional.
Todo aquello importaba poco, pues el trasfondo de la cuestión jamás fue la naturaleza de los pactos que se llevaron a cabo para formar Gobierno, pues el bipartidismo desde 1982 había llevado a cabo estrategias similares para asegurarse el poder, sino que en él habitaba un cuerpo extraño, UP, ajeno a los principios ideológicos del turnismo.
Incluso, en un acto de síntesis hegeliana, se llegó a clamar, desde hasta el interior del partido socialista y todos los principales partidos de la derecha, así como los grandes medios de comunicación, por un Gobierno de concentración nacional. Adiós a las ideologías. Dejando, por si hubiera algún lugar a la duda, bien claro el simulacro ideológico del turnismo. Al igual que se justificó en los tiempos de Alfonso XII para instaurar ese sistema, se dijo que un gobierno de concentración era lo más civilizado pues es lo que ocurre en toda Europa.
Y en esto llegó la manifestación en Colón del pasado domingo. Los Cánovas y Sagasta del nuevo régimen, González, Aznar, Rajoy, todos, salvo Zapatero (casi el único socialista del viejo aparato que podemos considerar "sanchista"), se habían mostrado tremendamente beligerantes ante la posibilidad de los indultos a los condenados por el procés. Y sus herederos ideológicos llenaron la plaza en protesta por ello. Pero al igual que ocurrió con la investidura de Sánchez, el trasfondo de la manifestación no era mostrar su repulsa a los posibles indultos a los independentistas catalanes, sino manifestarse en contra de lo que este Gobierno representa como ruptura del paradigma hasta ese momento dominante. Es decir, se manifestaban a favor del turnismo, o en el mejor de sus casos, de su consecuencia natural, el gobierno de concentración.
Para demostrarlo, veamos algunos de los argumentos utilizados por los Cánovas y Sagasta (pos)modernos y sus fieles, y comprobaremos que son contradictorios con las prácticas llevadas a cabo por ellos mismos en el pasado.
Se dice que si se indulta a los políticos del procés, se está indultando en realidad a unos golpistas. Difícilmente podemos poner al mismo nivel de "golpismo" a los políticos catalanes, condenados por sedición, no rebelión, con todo un General al mando de un Ejército que entra a tiros en el espacio más sagrado de cualquier democracia, el Congreso de los Diputados, dispuesto a instaurar una dictadura militar. Sin embargo, ello no impidió que el General Armada fuese indultado en diciembre de 1988 por el Ejecutivo de Felipe González a pesar de haber sido condenado a 26 años de cárcel por un delito de rebelión. Aunque se adujeron problemas de salud para conceder el indulto, lo cierto es que el General falleció 24 años después de su concesión.
Se dice también que de proceder al indulto, se atentaría contra las instituciones del Estado. Sin embargo, resulta difícil imaginar algo más grave para un Estado democrático que utilizar sus instituciones para practicar el terrorismo de Estado; el cual es el peor de todos, pues se hace en nombre de toda la ciudadanía, por ser el pueblo soberano. A pesar de ello, el exministro de Interior socialista, José Barrionuevo, y el ex secretario de Estado para la Seguridad, Rafael Vera, cerebros del "GAL", organización parapolicial conectada al Ministerio de Interior, a la que se atribuyen 27 asesinatos en aquella época, en diciembre de 1998, se beneficiaron de un indulto parcial que les otorgó el Ejecutivo de José María Aznar, que redujo en dos tercios su condena, además de concederles el tercer grado penitenciario.
Se afirma que los indultos suponen una grave afrenta a nuestra Constitución y a nuestro sistema judicial. Se olvidan quienes esto afirman que en Mayo de 2003, el Gobierno indulta, en contra del informe del Tribunal Supremo, al ex magistrado Javier Gómez de Liaño, condenado a 15 años de inhabilitación y apartado de la carrera por prevaricación continuada en el caso Sogecable. En aquel momento, fuentes jurídicas consideraron muy grave y de dudosa legalidad el reingreso a la carrera del juez, decidida por el Gobierno, porque vulneraba la independencia de los magistrados, ya que fue el Consejo General del Poder Judicial el que apartó al juez de la carrera por tres delitos de prevaricación. Además, ese mismo día se coincidieron 1.443 indultos, lo que se acercaba a un indulto general, figura prohibida por la Constitución. El Ministro de Justicia, Ángel Acebes, lo justificó diciendo que se trataba de una petición del papa Juan Pablo II con motivo del Año Jubilar.
Se argumenta que la liberación de los presos catalanes, pondría en peligro la convivencia democrática. Difícilmente puede haber algo que pueda poner más en peligro la convivencia pacífica que indultar a terroristas. Centenares de etarras fueron indultados en la etapa del terror. Durante el largo mandato de Felipe González no menos de 85 presos etarras, incluidos seis condenados por delitos de sangre, obtuvieron esa medida de gracia. Ya en el primer año del Gobierno de Aznar, este indultó a 15 ex miembros de la organización terrorista catalana Terra Lliure, la cual entre 1978 y 1991 cometió más de 200 atentados, con cinco víctimas mortales (cuatro de la propia organización) y decena de heridos. Todos esos indultos fueron entendidos en su momento como un intento de los Gobiernos para acabar con el terror a través del diálogo y la negociación. En ese mismo sentido, tuvieron lugar las conversaciones de Argel, con Felipe González, el diálogo en Suiza, con Aznar, o el «proceso de paz» de Zapatero, aunque este último más duramente criticado por no ser un canónico representante del turnismo.
Por último, se asegura que se dejará en libertad a políticos que han sido condenados por malversación. Solo por este tipo jurídico, el de malversación, han sido indultados desde 1996, 148 condenados. Por señalar un solo ejemplo paradigmático, Juan Hormaechea, expresidente de Cantabria, fue condenado por malversación de caudales públicos e indultado en dos ocasiones. Primero, en 1995, tras una primera sentencia que le condenaba a seis años de cárcel, gracias al gobierno de Felipe González. Por segunda vez, en 2011, por Zapatero, tras la repetición del juicio y la ratificación de la pena de tres años por parte del Tribunal Supremo. Los hechos por los que fue condenado se produjeron durante su primer mandato (1987-1990), al que accedió tras liderar las listas cántabras de Alianza Popular.
En definitiva, después de este breve análisis, lo que observamos es que este tipo de medidas de gracia han sido ampliamente decretadas por los diferentes gobiernos del turnismo, y por ello, no levantaban apenas polémicas pues formaban parte del paisaje político natural. Así, que no se engañe, el problema no está en los indultos, mañana será cualquier otra cosa, el problema está en que la Historia, por un momento, se ha roto en una dirección inesperada.