Marisa Lozano Fuego
El señor Pérez
De lo que nuestros padres nos contaban acerca del Sr. Pérez solo recuerdo matices desvaídos, susurros misteriosos y negación de información cuando queríamos ahondar en el tema.
Era como una de esas leyendas que se cuecen en la marmita, a fuego lento en la piedra. Muy secretas, muy cálidas pero nada esclarecedoras para la curiosidad de un infante.
No recuerdo haberle visto nunca, nadie lo hizo, si bien recuerdo compañeros de colegio que se pavoneaban de tener un autógrafo suyo, una foto con él o incluso todo un elenco de figuritas de su colección de cerámica. Porque sí, Sr Pérez era una figura reconocida, a nivel nacional seguro, tal vez más allá de nuestra frontera también, y sus múltiples obras sociales eran conocidas por propios y extraños. Podría decirse que se dedicaba a la beneficencia, pero no era un filántropo absoluto, como casi nadie lo es. Traficaba, decían las malas lenguas, con marfil, aunque nunca le vio nadie en una caza de elefantes. Era su forma de actuar discreta y silenciosa, no daba recibo y no ejercía presiones. Nunca supimos quién era su secretario personal o su programa electoral, no importaba el color de su bandera ni su edad, el caso es que el Señor Pérez hacía feliz a la gente en una etapa vital clave para el desarrollo.
Nuestros padres lo sabían, por eso siempre le recibían en casa, ignorábamos si con una copita de cognac o un Gouda con nueces (gustaba especialmente de los lácteos); y era la suya una visita tan esperada como ignorada para nuestra consciencia. Porque siempre, siempre venía siendo noche cerrada, igual que Papá Noel y los Reyes Magos, que vaya usted a creerse el cuento de los renos y la chimenea, si en ninguna casa moderna existe ya tal orificio. O vaya usted o saber cómo los renos se alimentan de turrón, oiga, yo una vez vi a mis padres consumiendo tal alimento y bebiéndose el champán.
Destapados los mitos de infancia, el Señor Pérez podría ser otro de ellos.
Lo sería si no fuera porque en su caso la transacción se efectuaba bidireccionalmente: nadie da duros a cuatro pesetas. Era el primer intercambio comercial de nuestra infancia: dejábamos marfil en la mesilla y él nos dejaba… ¡monedas! No juguetes, ropa o libros, sino unas cuantas monedas auténticas, en ocasiones cubiertas por papel albal.
Así fue como los niños y niñas de este país descubrimos la base de la economía, ya procedente de las sociedades tribales: el trueque.
La primera vez que tuve visita suya había sido un mal día en el colegio, alguien se había comido parte de mi bocadillo de queso y la otra parte resultaba demasiado dura, correosa. Me estaba costando masticarla. Continué una y otra vez en mi intento por deglutir la sabrosa merienda que Mamá me había preparado, pero resultaba imposible.
Uno de mis incisivos empezó a moverse, ejecutando un baile hacia delante y hacia atrás. Me asusté sobremanera, nadie me había dicho que aquellos dientes no fueran eternos, y mucho menos que no pudieran resistir un simple bocata de queso Larsa.
Dejé el bocadillo y el diente a medio gas y me dirigí de nuevo a clase, reflexionando si había algún remedio casero para tales enseres: ¡sí! Mi padre tenía Súper Glue en su caja de herramientas.
Eso lo arreglaría todo. Mis amigas no jugarían con una desdentada, ya bastante se metían con mi copete en lo alto de la cabeza, tipo palmera. Si encima parecía un castor, apaga y vámonos.
No justifico el bullying (alguno bastante sufrí en los siguientes años, algo de lo que hablaré más tarde); pero puedo entender que a cierta edad la crueldad sincera de los pequeños les haga reírse de lo que no entienden o de una apariencia diferente (cuando llevé el corsé ortopédico para la espalda, a eso de los doce años, se despacharon a gusto con la bromita de Robocop).
El caso es que no, no podía permitirme lo del diente. Y si se caía, debía encontrar una manera de reemplazarlo, pintarlo o sustituirlo. Me daba rabia esto de ser la primera en algunas cosas, como leer o esto de perder un diente. No siempre era divertido abrir camino.
Supuse que a otras les pasaría y empecé a avisar discretamente que no comieran bocatas de queso. No había problema. En aquel recreo predominaban el jamón York y la Nocilla.
Al fin llegué a casa, con la mochila repleta de sabiduría y lápices Plastidecor gastados, y consulté la cuestión. “Esto es normal, cariño, se te acabará cayendo y te saldrá otro nuevo”.
Ostras, Pedrín. Nadie me había comentado que los dientes eran como los árboles. Tampoco que más adelante sangraría una vez al mes, pero ese fue otro trauma que afronté con la información precisa, más adelante.
El caso es que yo no podía esperar, con aquel cacho de marfil-porcelana-el materialquefuera medio fuera, medio dentro. ¡Podía tragármelo de noche!
Pedí a mis padres una solución rápida y eficaz, porque nunca me ha gustado la inestabilidad, ni en las patas de la cama, ni en los incisivos y en realidad en las relaciones tampoco, aunque más adelante episodios como el de G…alo (véase artículo anterior) pudieran semejar lo contrario.
Al no dármela, empecé a mover el diente yo sola, rítmicamente para acelerar su caída.
Nada, aquello no se caía ni a tiros, y tampoco podía morder con él. Fue entonces cuando se me ofreció una solución práctica, aunque un poco dolorosa. Cuando el diente estuviera un poco más maduro (ni que fuese una pera, oigan) ataríamos un trozo de hilo a su base y con el extremo tiraríamos con un golpe seco, provocando así su extracción. No sabía si me convencía del todo, pero yo acepté por deseos de librarme de aquel lastre marfíleo y con la promesa de que pronto me saldría otro. Fue entonces cuando entró en escena el Señor Pérez, y me di cuenta de que en mi familia existía el tráfico de marfil, que no de influencias.
Tiramos con un golpe seco y allá se fue el incisivo dichoso, con raíz y todo, algo sanguinolenta. Lo lavamos y me explicaron que debía ponerlo debajo de la almohada, y que por la noche vendría un extraño apellidado Pérez, se llevaría mi diente y a cambio me dejaría dinero.
No sabía cómo encajar tal información. Mis padres dejaban entrar a mis amigas siempre en los cumpleaños a todas mis amigas, las proveían de tarta y serpentinas además de una piñata, y estaba acostumbrada a que fueran hospitalarios, pero eso de dejar que un desconocido sin nombre se llevara mi diente y me ofreciese dinero (¿qué pasaba si lo tasaba en menor valor del que tenía? ¿Para qué podía quererlo?) Me resultaba harto extraño.
La extrañeza aumentó cuando con voz tranquilizadora me contaron que no me preocupase, el Señor Pérez era un profesional de la materia (o sea que si se me cae una oreja, pensé, me la arrancan y también se la lleva) ¿Sería el Sr Pérez el destinatario de todos aquellos apéndices que se extirpan en las operaciones? ¿Sería el mafioso traficante de órganos que anunciaban en los telediarios?
Empecé a sentir verdadero miedo, y me negué a dejar mi diente ni a que ningún Señor Pérez me visitase.
Ante mi enfado, se me explicó la última cosa que bastaría para convencerme, o eso creían…el Señor Pérez era apodado “El Ratoncito”. Venga, pensé, me están diciendo que nos va a invadir la casa Speedy González, me deja sin diente, y me voy a quedar tranquila.
Esa noche escondí es diente en un lugar seguro, y nadie vino a reclamarlo.
La tarde siguiente, en la Herrería, me junté con dos niñas del cole y les relaté mi experiencia y mis dudas.
-¿Pero es que no lo sabes?
¡Quien te deja el dinero son tus padres, el Señor Pérez no existe!
Me quedé desinflada y absorta.
O sea, que había pensado mal de mis pobres padres que solo querían empezar a enseñarme a ahorrar. O sea, que me habían mentido para crearme una fantasía que debiera haberme hecho gracia, y no dado miedo. O sea, que había miles de niños y niñas por todo el país engañados con tal patraña, y una suerte de dientes en paradero desconocido, y una recua de Señores Pérez inocentes de tal delito, e imputados por el mismo.
Esa noche tomé una decisión: mis padres no iban a apearse del burro, y tampoco a reconocer la verdad, y se veían tan tristes…que dejé mi diente envuelto en Albal debajo de la almohada, y esperé. A la mañana siguiente encontré tres monedas de cien pesetas, justo en el lugar donde debía haber estado el diente.
Mis padres estaban contentos. ¿Ves como el Ratoncito Pérez no falla?
Yo les abracé con ternura, y guardé las monedas en mi hucha cerdito.
A medida que se me cayeron dientes, seguí el mito y la historia.
Aunque confieso haberlo esperado despierta, jamás vi ni sentí ningún movimiento extraño en la habitación que me hiciese sospechar de mis padres ni de un ratón.
Y juro que una vez creí ver en la almohada una huella grisácea, pequeña y roedora, prueba de que el Señor Pérez había estado allí, y agradecía que hubiera guardado su secreto A mis amigas los dientes empezaron a caérseles y algunas que recibían billetes o incluso casas de muñecas.
Pero mis padres me dijeron que el Sr Ratoncito Pérez era especialista en numismática, por eso solía traer monedas, y a mí siempre me pareció bastante.
Como todos los sueños, el Sr. Pérez dejó de visitarme cuando se me cayeron todos los dientes. Esa inocencia, sin embargo, no me abandona cuando voy al dentista y le veo en bata blanca, efectuando exactamente la misma transacción: en este caso lo curioso es que el señor dentista se queda con tus muelas y encima tu dinero. Bastante, para más señas.
Me parece que el otro intercambio resultaba más justo. Ahora, quien me diga que el Señor Pérez es un mito, se equivoca de medio a medio. Siempre fue justo en sus valoraciones de nuestros sueños y nos enseñó el valor del ahorro. Ahora, cada vez que voy a a la consulta de un dentista, miro con nostalgia la placa a ver si tiene el mismo apellido. Por si pudieran ser primos.