Kabalcanty
Transoceánico (7ª parte)
Cuando la estela de una luna llena se embarullaba entre los hilachos de la niebla, el capitán apuró las últimas gotas de su petaca. Se había sentado sobre el zócalo que adornaba una de las ventilaciones subterráneas cavilando sobre algo que le procuraba bienestar. Esbozaba leves sonrisas o murmuraba con voz queda largas afirmaciones que le abstraían varios segundos como si su aserto necesitara de un lapso suficiente para convencerle.
Se aupó y, dando traspiés, fue por babor pegado a la baranda de cubierta. Allí se sentía más clandestino, pues la escasa luz proporcionada por los focos del barco dejaba a esa zona en penumbra. Abrió la puerta del casetón para sorprenderse de que los cuerpos estaban amontonados en un rincón. Se detuvo unos instantes para poner su mente ofuscada en claro echándose la gorra hacia atrás. Luego, hizo un gesto de despreocupación y comenzó a apartar los cadáveres lo suficiente hasta que encontró, tentando el suelo, el relieve del doble fondo. De allí extrajo una botella polvorienta del mejor coñac. Lo olió con delectación y suspiró voluptuosamente. Después llenó su petaca hasta que el goteo del borde se lo aconsejó.
— ¡Quieto parao! - dijo Baldomero en cuanto le vio salir del casetón.
El capitán se quedó petrificado aferrado al picaporte circular del casetón.
— En el cine Hitchcock nos mostró cómo el asesino vuelve a la escena del crimen, aunque yo sea más de Ford y de Eastwood, sin olvidar la filosofía de mi querido Don Marcial Lafuente Estefanía.
El viejo se acercaba al capitán señalándole acusador con el dedo índice.
— Creo que esto debería tratarse con más discreción e imparcialidad, caballero. -dijo el capitán, mostrándole la petaca goteante.
— Usted me contará entonces, señor…… capitán, supongo.
El oficial le tomó del brazo con amabilidad para conducirle a su sitio de proa.
— Es mejor que no encontremos intrusos -le fue diciendo- Cuando dos hombres de cierta edad y experiencia hablan es mejor que lo hagan en tertulia cerrada. ¿No opina usted igual, señor…..?
— Baldomero, pasajero de este viaje sin tino.
Ana y J. trataban de acoplarse en aquellos colchones desinflados. Pegados unos con otros, los ronquidos y las quejas de Armandito, el niño de la familia, porque tenía frío llenaban de resonancias molestas el pequeño habitáculo. Su madre, Úrsula, trataba de abrigarle con sus ropas y los jirones de una manta mientras le rogaba, entre mimos empalagosos, que cerrara los ojos. Mamadou y el padre, Fulgencio, resoplaban roncando como bestias corrupias.
— No puedo dormir aquí, voy a salir a tomar el aire -le dijo Ana a J. en un susurro.
— Te acompaño.
Salieron al pasillo y recorrieron un trecho hasta una escalera en donde subían los bufidos de la maquinaria del barco.
J. la besó en una de las sienes.
— ¿Crees que el destino nos volverá a unir como antes de todo esto?
Ana tenía marcadas las ojeras y su pelo largo estaba pegajoso y lamido a su cara triangular.
— Por favor, piensa sólo en que necesitamos descansar esta noche. Esto tiene desbordado al mundo entero y debemos confiar en que los gobernantes de todos los países actúen con la lógica que todos esperamos.
J. parecía angustiado, le dolía la indómita predisposición a la duda de ella.
— No me refiero a eso, J., si lo digo es por nuestra familia. ¡Volver a estar juntos, joder!
— ¿Te quedan pastillas todavía? Te vendrían bien.
Ella le encaró con una media sonrisita.
— Esas mismas que te tomas tú, ¿no? No son ansiolíticos lo que me hacen falta.
— Pero lo que necesitas yo no te lo puedo asegurar…… Necesitas…..Necesitamos confiar, Ana. Anda, volvamos. Tenemos que hacer por dormir, esa es la prioridad ahora y a ello nos debemos dedicar.
J. fue llevándola de vuelta al cuarto. La abrazaba haciéndola notar que, aunque lo creyera, no estaba sola en sus elucubraciones.
A sus espaldas, a través del estrecho pasillo, se escuchó el abrir sigiloso de una puerta. Luego oyeron cómo les chistaban. Un hombre, de reducidas dimensiones, reclamaba su atención moviendo repetidamente su manita desde la puerta entornada.
— Lo que ustedes necesitan, y perdónenme, lo que necesitan muchos de los pasajeros, es atracción cómica. ¡Espectáculo! Pero del bueno, eh. Miren, soy Clemente Medinaceli, el Clemen, y yo y mi jefe, el Gran Basilio el equilibrista, podemos ofrecerles gratis la mejor distracción. Toda la vida haciendo las delicias de niños y grandes para servirles a ustedes. No me digan que no.
Ana y J., observando al enano vestido con una mallas rojas y un antifaz, apenas dijeron que sí.
— Aunque mejor sería esperar a mañana. ¿No le parece, señor Clemen? -dijo Ana persuasiva.
El capitán le volvió a pasar la petaca a Baldomero. La niebla había bajado hasta convertir la cubierta en una nube que simulaba flotar en el universo. Los focos eran cometas estáticos que asistían al lento deambular de la nube. La madrugada se presentaba demasiado fresca y el coñac era un auténtico lujo.
— Y me dice usted, capitán, que los fiambres eran como sus superiores, precisamente los que tenían que estar gobernando este jodido viaje.
El anciano tenía la mirada más vidriosa de lo habitual y los párpados a media asta.
— Convertidos en mis superiores por orden gubernamental, incluso tenían potestad para alargar la travesía de ser conveniente. No eran militares, como usted mismo pudo apreciar. Estaban acomodados en el pasaje para contratar nuevas pólizas para la nueva vida que se nos promete, y a carta blanca. Ya sabe, el chantaje social de siempre.
— ¿Y el acomodador?
— Por la cultura, para equilibrar y quitar hierro al asunto.
Baldomero asentía. Miraba embelesado cómo el humo de la pipa del otro se entroncaba con la niebla. Seguía la estela, aguzando la vista, sobre todo en los instantes que se producía gradualmente la fusión.
El capitán, vaciada su segunda petaca, se excusó, haciendo un ademán de afectada verticalidad, para ir a por la botella que dejó mediada en el cuarto de babor.