Ira Pino
Los cuatro reyes
Un nuevo cuento de Navidad.
La Navidad era para Melchor, el mendigo que vivía en el kiosco abandonado de la plaza principal del pueblo, la peor época del año. Tenía nombre de rey Mago, pelo blanco y largo y una gran barba del mismo color, y eso lo hacía maldecir más estas fechas cada vez que se miraba al espejo roto que tenía en su precaria vivienda. "Siete años de mala suerte" pensaba. "¿Pero eso también se aplicará si me lo encontré ya roto? En cualquier caso, con espejo o sin él, yo llevo mucho más que siete años desafortunados".
El único que iba a visitarlo durante las fiestas era Gaspar, un voluntario de la Cruz Roja con pelo y barba castaños. Cuándo se presentó la primera Navidad, hacía ya diez años, y le dijo su nombre, lo echó a patadas pensando que se burlaba de él. Al año siguiente, Gaspar volvió a presentarse, y Melchor procedió de la misma manera. Al tercer año, tras enseñarle el DNI, el mendigo quedó perplejo, soltó una triste risotada y lo invitó a pasar. Compartieron sobre una mesa de juguete rosa un poco de pan y queso que había podido conseguir, y unos dátiles y cava que había llevado el visitante, jugaron con una baraja vieja durante un rato y finalmente Gaspar se fue.
Después de repetir ese ritual comiendo y jugando en silencio durante seis años, al séptimo Gaspar se atrevió a preguntar:
- ¿Por qué odias tanto la Navidad?
- Porque desde que murió mi madre es la época de las ausencias- dijo Melchor, tirando sobre la mesa un rey de oros. - Y también de la hipocresía. Quienes me ignoran y hacen que soy transparente el resto del año de repente quieren venir a ayudarme. Bueno, eso era antes. Los he echado a todos -.
- Menos a mí-
Melchor lo miró un momento, como si pudiera atravesarlo con los ojos.
- No, a ti no. Me caes bien. Y no creo que seas uno de ellos. Sino ya te habrías ido.
- ¿Sabes lo que me gustaría? – añadió el anfitrión – Ver llover. Siempre se habla de la nieve, y de la blanca navidad, pero la primera navidad que recuerdo con mi madre llovía. Y no una lluvia fina, que se pudiera confundir con aguanieve. Llovía con ganas, como si el cielo quisiera limpiar todo lo que estaba mal en el mundo y volverlo a dibujar. Mi madre amaba la Navidad, era una optimista empedernida, y me contagiaba a mí ese entusiasmo. A pesar de que no conocí a mi padre, y a penas teníamos familia, ella era lo único que necesitaba. De adulto seguimos celebrando juntos cada Navidad, y por cada comida navideña parecía salirle una arruga nueva. Nuestra última Navidad juntos le prometí que por fin tendríamos un árbol. Luego se fue mi madre y con ella la lluvia. Ya no llueve como antes. Está todo seco. Dicen que es el cambio climático, pero yo creo que quienquiera que esté ahí arriba, cuando se la llevó, se llevó también la lluvia -.
Gaspar escuchó su relato atentamente.
- Si quieres podemos salir a buscarla. Debe de estar en algún lado- le propuso.
Melchor se encogió de hombros. Cogió su bufanda raída y le señaló la puerta.
Mientras paseaban por el casco histórico, iban fijándose en las luces: Regalos navideños, bastones de azúcar y árboles. Hasta que en una esquina, delante de ellos, vieron uno de verdad. Era un olivo rodeado por un banco circular y luces doradas en el nacimiento de las ramas. De la parte de arriba caían luces verticales, como leds que se iban iluminando de arriba abajo, con un color blanco.
- ¿Este olivo estaba aquí? – Preguntó Gaspar, maravillado.
Melchor soltó un bufido de hartazgo.
- Nieve. Y los olivos no pegan con la Navidad. Es un mal presagio -.
- Anda, sentémonos un rato-.
Acababan de sentarse cuando apareció una criatura de debajo del banco. De un saltó se subió al regazo de Melchor y quedó iluminado por las luces del olivo. Era un gato negro de mirada inteligente. Mientras Melchor añadía "lo que faltaba, un gato negro… solo me queda pasar por debajo de una escalera… ¿O qué será lo próximo?" Gaspar observó al animal detenidamente. No llevaba collar y tenía aspecto de gato callejero, pero su pose era regia y elegante, especialmente comparada con la del mendigo y la suya propia. "Todos los gatos son así" pensó.
De repente, el gato saltó del regazo de Melchor al suelo y comenzó a caminar delante de ellos. Al cabo de unos pasos, se volvió y empezó a maullar.
- Creo que quiere que lo sigamos – Dijo Gaspar.
Melchor fue con ellos de mala gana. Recorrieron calles, avenidas y recovecos, preguntándose adonde demonios les estaría guiando, hasta que se percataron de que había una lluvia de estrellas, y el gato estaba siguiendo a toda velocidad el recorrido de la más brillante de ellas.
- ¿Cómo es posible que estuviéramos tan absortos que no nos diéramos cuenta? – se preguntaban.
Siguieron avanzando durante casi una hora hasta llegar a su destino: Una mujer embarazada yacía boca arriba en el interior de un cajero, mientras su marido trataba de ayudarla a traer a su hijo al mundo. Mientras el gato negro le frotaba la barriga con la cabeza, haciendo que se relajara y empujase, Melchor y Gaspar se quedaron por un momento sin saber qué hacer. Finalmente, Melchor le preguntó:
- ¿Cómo se llama?-
- Soy Mīryam – dijo con acento extranjero la mujer, entre respiraciones y gritos de dolor.
Melchor y el marido de Mīryam la ayudaron a dar a luz al niño que llevaba en su vientre, mientras Gaspar llamaba a una ambulancia que tardó en llegar. Por suerte, tanto la madre como el niño estaban bien.
Cuando la ambulancia se llevó a la familia, Melchor y Gaspar se quedaron contemplando la noche. De pronto comenzó a llover con energía, como si el cielo quisiera lanzar confeti de estrella, y el agua limpió la sangre de Mīryam. Cuando paró de llover y buscaron al gato, no lo encontraron por ninguna parte, pero en el banco de al lado vieron a un joven negro, con un gorro en el que ponía Baltasar, que les sonreía de oreja a oreja.