Kabalcanty
Un frente inalterable (6ª parte)
El empresario observaba el trajín cotidiano del centro de la ciudad desde el ventanal de su despacho de empresa. Con delectación, sorbía su café a pequeños tragos. El leve temblor que agitaba el vaso de plástico, sostenido en una de sus manos, evidenciaba el inicio de la enfermedad de Parkinson que había heredado, además de la fortuna financiera, de su padre don Mathias Schneider.
— Papá ¿te vas a pasar toda la mañana pendiente del furgón?
Loreto Schneider acababa de abrir la puerta del despacho y, puesta en jarras, meneaba la cabeza mirando a su padre.
— Me he permitido cambiarles la ruta para verlos pasar por aquí debajo.
Dijo el empresario con una desbordante satisfacción que se le derramaba entre la sonrisa.
— Eso es asunto pasado, papá, y debería importarte un bledo. Ya sabes que la empresa debe manejar el altruismo popular por otros conductos.
— Lo sé, Loreto, lo sé. Pero esto es la coletilla de nuestra victoria y, ¡qué diantres!, merezco disfrutarla hasta la última gota.
La hija hizo un gesto de impotencia y se fue a una mesa junto a un pc portátil.
Era la heredera del emporio Schenider, hija única y educada para comandar la marca más allá del padre. Manejaba varios idiomas, dos carreras universitarias, aparte de másteres de esto y de aquello y experiencia internacional en una compañía japonesa anexionada a Schneider. Estaba soltera, aunque el empresario tenía en mente emparejarla con un candidato acorde a su rango.
— ¿Fuiste a la cena con Enriquito De La Hoz? Fue el viernes, si no me equivoco.
Loreto levantó los ojos de la pantalla y dio un resoplido.
— No puedes hacerte a la idea lo que me fastidia tu afán casamentero. Enrique es estúpido y engreído. ¡Menuda cena de asco!
— Me gustaría tanto un nieto, hija.
Loreto echó la cabeza hacia atrás y alzó las cejas desmesuradamente.
— Estoy bien como estoy, papá —contestó condescendiente— Todo llegará, si llega.
Schneider estuvo a punto de derramar el café al ver el furgón detenerse en el semáforo del cruce.
— ¡Ya están ahí! -exclamó eufórico- ¡Vamos, Loreto, ven a verlo!
La hija se levantó sumisa. Se fue acercando al ventanal parsimoniosa, ajustándose el vestido fucsia sobre el talle.
Antoniadis, Oliart y González, enfundados en unas camisas de fuerza, iban sentados en el furgón muy silenciosos. “El Largo” parecía más afectado e inquieto que los otros, los cuales seguían las pautas de sus manías: Oliart con la barbilla hincada en su pecho y Antoniadis tamborileando sus dedos aprisionados sobre sus costados. Los militares que los custodiaban ocupaban un lugar alejado de ellos en el extremo del banco del vehículo.
— Eh, chicos —les chistó González cuando el furgón se detuvo— ¿Podéis decirnos dónde nos llevan estos asesinos? ¿Tal vez detrás del frente?
El perfil hierático de los soldados no varió un ápice, se miraban uno frente a otro con el fusil sujeto entre las piernas.
El vehículo dio un respingo al cambiar el semáforo. Aunque carecía de ventanas, escuchaban los sonidos propios de la ciudad junto al rugido del motor.
González apretaba los ojos con garra como si quisiese forzar el sueño, transportarse a otro lugar. Parpadeaba varias veces al abrirlos y comprobaba que todo seguía igual en el compartimiento con una mueca de intenso desagrado. Se limpiaba con brusquedad las gotitas de sudor que perlaban paulatinamente su frente acercando su cabeza a lo alto de sus hombros. Su inquietud fue creciendo por momentos hasta el extremo de lanzarse contra la puerta del vehículo gritando enloquecidamente “¡¡Nooooooo. Basta de exterminio!!”.
Los soldados se incorporaron con celeridad. El más veterano, el que portaba un poblado bigote, le propinó un tremendo golpetazo con la culata de su fusil que dejó medio inconsciente a González. Se escuchaban sus quejidos, hecho un ovillo en el suelo, retorciéndose, mientras los militares volvían a sus sitios y Oliart y Antoniadis seguían absortos en su autismo.
Unas dos o tres horas después, el furgón se detuvo. Hizo varias maniobras antes de que el motor se parara. Los soldados se colocaron unas aparatosas mascarillas y fueron a por los tres internos. Desde afuera les abrieron la puerta. Todos se llevaron la mano a los ojos, excepto Oliart que escudriñaba fijamente el suelo, cuando una blancura resplandeciente les cegó. Poco a poco fueron viendo lo que se alzaba tras la puerta del vehículo. Era un túnel de impoluta blancura donde un humo pesado se condensaba en su fondo. Se oía una música suave de violines que venía desde donde se concentraba el humo. En lo alto del túnel, se alojaba un cartel con letras negras y gruesas que parecía instalado hacia poco tiempo.
Antoniadis y Oliart se dejaron introducir en el túnel con total docilidad, sin embargo “El Largo” trató de zafarse mientras gritaba enloquecido. Luego, una pesada puerta, tan blanca y deslumbrante como el interior, cayó pronta haciendo el solape de un soplo exiguo como si plegase las pestañas.
Acto seguido, el furgón militar retomó la carretera de pulcro asfalto. A ambos lados, una campiña de un verde vivo salpicada de pequeños macizos de flores silvestres de rutilantes colores, asemejaba una postal rebosante de autenticidad. El coche se fue perdiendo en el horizonte donde humeaba la ciudad.